Tuesday, August 31, 2010

¿Cuánto le pesan las bolas?

Al angelito bizarro

Creo que el departamento de Rifas, Juegos y Espectáculos, seguramente adscrito a la Empresa Territorial para la Salud, ETESA, es uno de los grandes misterios de la humanidad.

Todos sabemos que una parte de las ganancias obtenidas en los juegos de azar es volcada al sector de la salud, como una forma de enmendar con merthiolate la conciencia raspada que deja el casino (¡Mija, boté la plata!).

Lo que no sabemos es cómo se desarrolla el trabajo diario de un delegado de Rifas, Juegos y Espectáculos. Esta es mi teoría:

A los delegados los vemos en todos los sorteos. Serios, encorbatados y brillantes (son los únicos que salen en cámara y no los maquillan). Además, su cuarto de hora en televisión es la sumatoria de cientos de apariciones de dos segundos.

- Nos acompaña Fulanito Pérez, delegado de rifas, juegos y espectáculos -, dice la presentadora. La cámara 'poncha' al señor por un instante y el juego continúa.

Después del sorteo, ¿qué hará el delegado? Imagino que tiene que presentar un informe detallado de la jornada. Tal vez tiene que llenar un formato preestablecido que verifica la integridad y transparencia del breve proceso adelantado, y firmarlo bajo gravedad de juramento.

“Yo, Fulanito Pérez, delegado de rifas, juegos y espectáculos, juro ante Dios y la patria que todas las balotas pesaron igual”.

Porque eso dice la presentadora: “todas las balotas han sido debidamente pesadas”.

Los ingenieros civiles llevan casco, los maestros de obra llevan un metro y los abogados llevan una constitución. Así mismo, el delegado lleva una báscula para balotas. Y me imagino que también debe andar con un maletín lleno de balotas de repuesto, con el peso reglamentario.

- Me muero de la pena, pero el 14 pesa dos gramos menos. Tienen que reemplazar esa balota.

Además, la transmisión dura apenas un minuto. ¡He visto comerciales más largos que una rifa! Aún así, un sorteo lleva bombas, un carro, modelos que no se mueven, una toma desde una cámara flotante y dos presentadores que hablan y caminan rapidísimo, como si tuvieran un afán terrible por salir de esa pesadilla.

Imagino que breves instantes antes de salir al aire el director grita algo así:

“Bueno, muchachos, estamos todos listos. La cámara está en la tramoya, el carro está parqueado, las modelos de porcelana están ubicadas y los presentadores están que se hacen popó. Salimos en 30 y entramos en 5, 4, 3…”

Saturday, August 28, 2010

Yo fui una puta en bachillerato

Muchos recuerdan la época del colegio como años maravillosos llenos de logros, grandes amigos y pilatunas varias. Para mí fue una época más bien normal. Procuré pasar desapercibido pero, a pesar del esfuerzo por mantener un perfil bajo, un aspecto se destacó y lo recuerdo con reparo: las obras de teatro.

Por alguna extraña razón el arte histriónico es una parte fundamental de la academia. Izada de bandera que se respete lleva declamación de poesía y obra de teatro. En mi curso nos desentendíamos del tema de la poesía. Gracias a Dios contábamos con la presencia de Camilo (me reservo el apellido), un tipo que perfectamente podía sacarle una lágrima al más insensible, y causaba incontinencia en el vulgo palpitante. Palabras más palabras menos, lograba que todos se hicieran pipí a goticas.

Listo. Salimos del problema de la poesía. ¿Y la obra de teatro? El profesor de español se sacaba del sombrero un libreto, casi siempre ridículo, y nos ponía a ensayar a los de siempre. Lo triste, lo realmente triste, era que yo siempre era la mujer.

- ¿Quién va a ser la campesina?
- Gómez.

Era terrible. Todos se ponían tenis, se abrían la camisa y voilà, quedaban disfrazados. A mí me tocaba recurrir al closet de mi mamá o al de mi hermana.

- Ya tenemos al niño, al asesino y al abuelo. ¿Y la mamá?
- Gómez, hágale.

Era vergonzoso. Mientras muchos estudiaban, fumaban, se emborrachan y conquistaban a las féminas de las instituciones educativas aledañas, yo era de los pocos que me quedaba hasta tarde, ensayando.

- Tenemos a Bolivar, Santander, Nariño y Caldas. Falta Policarpa.
- ¡Pues Gómez!

Al final me presentaba frente a todo el colegio con medias de malla, pelucas y maquillaje.

Yo no tenía reparo en ser la campesina, la mamá o Policarpa. Después de varios años el señalamiento era predecible. Lo que marcó mi paso por el bachillerato fue una ocasión en la que interpreté a una prostituta.

Una etiqueta de ese talante se tira la adolescencia, perfora la personalidad, vulnera el carácter. Yo, por el contrario, salí avante en medio de la risa de mis compañeros. La fórmula fue más bien sencilla: Si debía ser una mujer de órgano monetizado, iba a serlo con todo lo que eso significaba.

- Gómez.
- Diga, profe.
- Usted es la puta.
- Bueno. Pero me imagino que puedo fumar en el salón.

Monday, August 16, 2010

La cuenta de la tarjeta de crédito

Todos los portadores de tarjetas de crédito tenemos la misma frustración. No me refiero a que la cuente nos llegue más alta de lo que esperamos, o a que nos sigan cobrando la botella de whiskey diferida, once meses después de que el hígado la asimiló. Hablo de la identificación de los ítems en los recibos mensuales. Uno tiene clarísimo qué compró, pero la cuenta es inentendible.

- ¿Mi amor?
- Dime.
- ¿Qué compraste en Superficies TR Ltda.?
- Ese es el mercado.
- ¿Y por qué no fuiste a Carrefour?
- Fui a Carrefour. Así es como sale en la tarjeta.

Estoy seguro de que no soy el único al que le ha pasado.

Otro problema es que los nombres salen incompletos, porque el espacio es muy reducido: Industria Colom… Distribuciones F… Centro Naciona…

Dos días antes de la fecha límite para pagar la cuenta los portadores todavía estamos haciendo memoria, recogiendo nuestros pasos hasta el momento de la compra. Normalmente los cuestionamientos aterrizan en conversaciones con terceros.

- ¿Mi amor?
- Dime.
- ¿Qué hicimos ese día?

Pero es imposible preguntar demasiado, porque podemos caer en la trampa del aniversario olvidado o del cumpleaños extraviado.

- Era un jueves, acuérdate.
- No sé.
- Como a las 8:30 p.m.
- ¡Yo no sé! Paga esa vaina y pon más cuidado a lo que compras.

Incluso terminamos llamando a algún amigo cercano.

- Ole, Álvaro, ¿yo estaba con usted ese día?
- No sé, me imagino.
- ¿Y yo no compré nada raro?

Nunca había calculado el peligro potencial de la información incompleta en las cuentas de las tarjetas de crédito, hasta que me contaron la siguiente historia. Lo que relataré a continuación sí pasó. Los nombres son inventados.

Ricardo llegó a su casa a altas horas de la noche, después de una reunión de trabajo, y se encontró con dos maletas al lado del comedor.

- Hola Dani. ¿Y eso? -, le preguntó a su esposa, mientras dejaba el saco en el perchero y se soltaba el nudo de la corbata.
- ¡No te hagas el pendejo! ¡Te me largas de la casa!

¡Por Dios santísimo! Una de las frases más temidas por el género masculino, porque obliga al caballero a recorrer la memoria que jura no tener y a autocuestionarse. ¿Ahora qué hice? ¿En qué la embarré? ¿De qué se enteró?

- Chiquita, cómo así -, estos son momentos en los que el puchero no sirve de nada.
- No te hagas el imbécil. Te llegó la cuenta de la tarjeta de crédito. ¿Qué significa esto, Ricardo?

Daniela le tiró la cuenta en la cara y Ricardo la atrapó en el aire. Comenzó a leer ítem por ítem y llegó a la compra que sacó a su esposa de los chiros, e hizo que le sacara a Ricardo los chiros: La casa del amor... $350.000 (unos 190 dólares).

En esos momentos no hay diálogo. La mujer pelea y el hombre hace memoria. La mujer manotea y el hombre se concentra.

- ¡Eres un descarado! Visitando moteles quién sabe con quién. ¿La casa del amor, Ricardo?

Dios mío, qué será esta vaina.

- Y en horas de oficina. Fijo se voló con la secretaria– con la ira se pierde la capacidad de tutear.

No, imposible. Un momentico, ¿esto qué día fue?

- Loba asquerosa, tanto que le cuida el puesto no es gratis, ¿no?

¿La casa del amor? ¡Cuál casa del amor! Fijo es alguna embarrada de Álvaro.

- ¡Qué belleza! Pero a ver, mijito, reconozca sus actos, sea varoncito – Iraronia: el arte de la ofensa que conjuga la ira con la ironía.

Si digo que me clonaron la tarjeta esta vieja loca me mata.

- El carro vuelto mierda y usted gastándose la plata en moteles.

¡Eso! ¡El carro!

- Mi amor, cálmate. Déjame explicarte.
- Descarado, no hay derecho.
- Mi amor, no es la casa del amor.
- ¿Cómo que no? Acá dice clarito: "La casa del amor".
- No, mi amor. Es "la casa del amortiguador".

Me imagino la cara de Daniela. Y me imagino cómo los testículos de Ricardo descendieron desde la faringe hasta el escroto

Friday, August 06, 2010

La piñata de hamburguesería y la de salón comunal

Frecuento piñatas. Esas tardes domingueras en las que un número indeterminado de infantes corre, grita, patalea, come y se ensucia al son de los canticuentos y de los alaridos de sus padres, que propenden por la seguridad de los menores con órdenes militares: “Tomás, bájate de ahí”, “Sofía, ponte los zapatos”, “Daniel, escupe eso”, “Isabella, suelta a esa pobre niña”.

Hay dos tipos de piñatas: Las que se realizan en lugares especializados, como puntos de recreo en centros comerciales, parques de hamburgueserías y pizzerías infantiles, y las que se adelantan en salones comunales y en la sala de la casa.

Cuando la piñata tiene lugar en un restaurante, las recreadoras, de overol amarillo y rojo, dan la bienvenida a los niños pintorreteándoles la cara, en una nueva forma de arte conocida como pintucaritas.

Luego realizan rondas infantiles, los niños se comen una hamburguesa, cantan el feliz cumpleaños y las guías llevan a los pequeñines a jugar al parque. Son tres horas de desorden, gritos y sobredosis de kilocalorías.

Por fortuna uno permanece al margen. Los niños juegan y uno espera, desde el burladero, a que se acabe esa pesadilla. Los padres vemos a los niños ensuciarse y matarse por el juguete que les salió en el almuerzo, pero ostentamos una presencia tangencial.

Esas piñatas me gustan. Los niños la pasan bien, uno se toma dos acetaminofén y la pasa bien, hay parqueadero, hay almuerzo, hay sorpresa.

Son las piñatas de salón comunal las que no soporto, porque la verdadera sorpresa no es la bolsita con dulces y juguetes baratos, sino la calidad de la recreación. El departamento de animación puede constar de dos señoritas de unos 25 años cargadas de canciones, sonrisas y buenos deseos, o por dos jovenzuelos con cara de libertad condicional, que hacen las delicias de los padres en la sesión de títeres. Para darles un tono fantástico a los personajes usan un acento sacado del sector más oscuro de las comunas.

- ¡Qué hubo, Cenicienta! ¿Qué se dice?
- Nada, viejo ratón. Aquí, paseándome por la pradera.

Yo me muero de la risa mientras como gelatina en cuadritos con leche condensada.

Luego los titiriteros amenazan con abandonar el recinto, se esconden en la cocina y reaparecen luciendo un disfraz de Barney, el dinosaurio. Pero no es el Barney regordete y abrazable de Discovery Kids. Su disfraz es una trusa morada inmunda con una cabeza a base de cartón-cartulina recubierta con pelusa púrpura. Dentro de esa prisión el vapor de aire se conjuga con las moléculas de sudor y el nivel de condensación es ridículo. ¿Han visto como salen esos pobres muchachos de esa máscara?

Pero si algo no me aguanto de las piñatas de salón comunal es la inclusión de los padres en las actividades infantiles. Estoy mamado de que me hagan quitarme los zapatos para hacer una pirámide, de que me pongan a jugar a la lleva con papás que no conozco y de que me pinten la cara como un tigre.

¡No lo tomen a mal! Soy un papá moderno, juego con los niños, veo los programas de moda y conozco lo último en juguetes. Pero seamos sinceros: La próxima vez que me pongan a cantar “El fantasma Gasparín” voy a ahorcar a un recreador.