Saturday, November 27, 2010

El miedo del expatriado

Algunos colombianos que viven en el extranjero tienen una extraña percepción de su país: lo ven más violento que cuando vivían en él o, lo que es peor, creen estar en la mira de los delincuentes cuando lo visitan, por el simple hecho de vivir en otras latitudes.

Tengo dos amigos que creen ser imanes de ladrones cada vez que viajan a Colombia. En nuestros años mozos jugamos en parques de barrio, montamos en bus, salimos de bares del centro de Bogotá en la madrugada, nos emborrachamos en tabernas de mala muerte, caminamos por barrios sospechosos y nos hicimos amigos de mujeres de intenciones turbias.

Pero nunca nos quitaron los riñones, ni nos robaron la billetera. Es cierto que un par de veces amanecimos en municipios desconocidos, pero siempre debido a borracheras extremas, nunca a secuestros.

Hoy en día mis dos amigos viven cruzando el Atlántico. Recordamos nuestras juergas con nostalgia, pero cada vez que he propuesto emularlas me dan una negativa que obedece a miedos ridículos. “No nos vayamos tan al sur de la ciudad”, “Recójanos, porque montar en taxi es peligrosísimo”, “Voy a dejar el reloj en la habitación del hotel, porque me lo pueden robar”.

¿Qué pasó con los borrachos todoterreno? ¿A dónde se fueron la confianza, la seguridad en uno mismo y la familiaridad con el entorno agreste?


¿Será esa la madurez? ¿Un miedo a los peligros ya sorteados?

La siguiente historia sí pasó. No pensaba contarla porque siempre había creído que el protagonista había sido mi hermano y, la verdad, me daba un poco de vergüenza. Hace unos días me confirmaron que no le ocurrió a mi hermano, sino a un amigo cercano. Digamos que se llama Antonio.

Toño visita Colombia con miedo. Viaja a Bogotá un par de veces al año para ver a sus papás, pero siempre cree que los delincuentes se encuentran tras su pista, como si olieran la presencia de un colombiano que vive en el extranjero, y como si tuviera los bolsillos repletos de euros.

Un día, por motivos de fuerza mayor, tuvo que volver de un almuerzo a la casa de sus papás en bus. Cruzó la registradora, pagó el pasaje y se acomodó en la mitad del vehículo, de pie. Su miedo a que lo robaran lo llevó a realizar un chequeo mental de sus posesiones y a inclinar su cuerpo en varias direcciones para que su anatomía rozara sus bolsillos. Sentía el celular. Sentía los cigarrillos. Sentía las llaves de la casa. Sentía las monedas y un billete arrugado.

¡Dios mío! ¡La billetera! La nalga no rozaba más que el pantalón. Trató de moverse en varias direcciones pero el bolsillo vacío se balanceaba libremente. Un movimiento brusco de la mano derecha confirmó sus sospechas: Le habían robado la billetera.

Cuando se encontraba recapitulando, recogiendo sus pasos del día, notó que un hombre de chaqueta verde lo miraba detenidamente. El sujeto había subido al bus pocas cuadras después de Toño, y también se encontraba de pie, a una distancia sospechosamente próxima.

Antonio lo miró fijamente y vio en sus ojos un dejo de nerviosismo.

- Deme la billetera -, le dijo con firmeza.

El hombre abrió los ojos, puso cara de pocos amigos y vio cómo su interlocutor le extendía la mano.

- ¡Deme la billetera, yo sé que usted la tiene! -, repitió Toño, en un tono que opacaba el sonido del radio.

El hombre se llevó la mano al bolsillo interior de su chaqueta verde, sacó una billetera negra y se le entregó a Toño, quien no le quitaba la mirada de encima. Luego dio media vuelta y se bajó del bus apuradamente.

Todos los presentes celebraron el acto heroico de Antonio y lo aplaudieron con emoción. El mismo Toño no podía creer su hazaña. Llegó a la casa de sus papás con una amplia sonrisa de satisfacción, dispuesto a contarles a todos cómo, a pesar de vivir en un país lejano, podía sortear a los delincuentes colombianos.

- Mamá, no te imaginas lo que me pasó con la billetera -, dijo, mientras se quitaba la chaqueta.
- Pues qué va a ser -, le contestó –. La dejaste esta mañana encima del televisor.

Toño tardó un segundo en entender el atraco que había cometido.

Wednesday, November 03, 2010

Teoría de la regla olvidada

A los que fueron al paseo

¡Qué delicia un paseo de finca con los amigos! Pocos planes son tan simples y tan satisfactorios. Echarse en una hamaca, beber cantidades industriales de licor en las inmediaciones de la piscina y pasar horas en un kiosco cantando y jugando cartas.

Soy fanático de los paseos sencillos, en los que no hay un cronograma de actividades preestablecido. No me gustan los viajes con caminata ecológica, turismo religioso o visita a familiares lejanos.

Yo prefiero emborracharme al lado de la piscina y hacer más na’. Tristemente, no todos comparten mi ideología vegetativa y son partidarios de la vida nocturna fuera de los linderos de la finca. Me refiero a esos personajes que se bañan a las nueve de la noche, se ponen su pinta cartagenera, se paran frente al grupo de borrachos con una mano en la cintura y sentencian la noche con una frase llena de alegría y picardía:

- Qué dicen, muchachos. ¿Vamos al pueblo?

Yo los miro con odio.

- ¿A qué vamos a ir al pueblo? ¿A rumebar? -. Siempre he pensado que ir a Girardot a rumbear es como viajar a Bogotá para visitar al Aquaparque. - No, gracias. Esta borrachera me ha costado mucho. No la voy a asesinar bailando.

Lo que voy a relatar sí pasó. Hace un año, aproximadamente, tuve el privilegio de asistir a un paseo ideal. Sin visitas al pueblo, sin compra de artesanías, sin caminatas. A las tres de la mañana del segundo día, cuando muchos nos recuperábamos de nuestra quinta o sexta borrachera, encontré un adminículo digno de un museo.

- Miren. ¿Se acuerdan? -, le dije a un grupo de borrachos mientras sacudía en mi mano un juego de RUTA.

Sin más preámbulos nos acomodamos en el suelo, nos sentamos formando un círculo y cruzamos las piernas.

- ¿Ustedes saben cómo se juega eso? -, dijo Álvaro, el borracho anfitrión, pasando por nuestro lado.

- ¡Claro, papá! Yo jugaba con mi hermana hace como diez años -, contesté, mientras barajaba y repartía las cartas.

No mentía. Con mi hermana menor pasamos horas jugando RUTA. Recuerdo los semáforos en rojo, las llantas pinchadas, las bombas de gasolina. Terminé de repartir las cartas y arrancamos. Las reglas, como siempre, se explicaron sobre la marcha.

Pasaron cinco, diez, veinte minutos y no terminábamos el primer juego. Por alguna extraña razón había cartas que no recordaba, pero ya les había hecho perder a mis amigos casi media hora. El show debía continuar.

- ¿Esta para qué sirve?
- Para que se quede sin gasolina el de la derecha.
- ¿Y esta?
- Para pinchar dos llantas al tiempo.

- ¿Y esta otra?
- ¡Uf¡ Esa es la mejor de todas. Con esa no le pueden poner nada malo.

La situación se estaba volviendo insostenible. Las cartas se estaban acabando y yo todavía no entendía el juego. Decidí sacarle provecho al asunto y divertirme tanto como fuera posible, a costillas de la inocencia del grupo.

- ¿Seguro que tengo que esperar a que me salga otro semáforo en verde?
- Segurísimo, o puede pedírselo a alguien más. Vea, la flaca tiene dos. Flaca, pásele uno.
- ¿Pero ahora qué hacemos? Se acabaron las cartas.
- Pues nos destapamos. Muestre a ver ustedes qué tienen.

Todos comenzaron a poner las cartas sobre el suelo, a moverlas, a intercambiarlas.

- Esta para la flaca, esta para Andrés, esta para Pipe. Listo, acabamos -, dije triunfal.
- ¿Y quién ganó? -, preguntó Felipe.
- Nadie -, contesté con risa nerviosa.
- ¿Cómo que nadie, si llevamos media hora jugando esta mierda?

Segundos antes de soltar la carcajada apareció mi verdugo, acusándome frente a la turba iracunda.

- ¿Ustedes qué están haciendo tirados en el piso, con ese reguero de cartas por todos lados? -, preguntó Álvaro, el borracho anfitrión, volviendo de la cocina con una caja de aguardiente.
- ¡Pues, qué va a ser! ¡Jugando RUTA! -, contestaron todos.

Álvaro le echó una mirada al juego tratando de comprender el desorden, me miró a los ojos y doblegó mi seriedad.

- No. Así no se juega eso.

Felipe se paró histérico. Yo solté una carcajada que me duró varias horas. Después de que me regañaron también se rieron.

A Felipe también se le pasó el mal genio.