Wednesday, September 29, 2010

La frustración del infante

A Gaby
Ocho días antes del babyshower de mi prima encontré en la cocina un batallón de familiares armando cajitas para llenar con dulces y detallitos coquetísimos.

- ¿Y eso? -, pregunté con el miedo de quien no quiere armar cajitas.
- Pues los recordatorios del babyshower.

Matrimonios, primeras comuniones, babyshowers (¿funerales?). Muchas instancias sociales culminan con un presente que se entrega a la salida, con el que se busca inmortalizar la velada. En mi primera comunión mi mamá les dio a los asistentes unos perros de porcelana con un par de orificios en el lomo, para poner lápices. Es más, mi mejor amigo de infancia todavía lo exhibe en un estante a la entrada de la casa.

- Gordo, ¿usted por qué guarda eso?
- Yo no lo guardo. Lo que pasa es que nadie lo ha botado.

Esos recordatorios son los rezagos y los últimos bastiones de las sorpresas infantiles, que constituyeron uno de mis mayores incentivos al asistir a cumpleaños y piñatas, en mis primeros años de infancia.

Desde que uno llegaba a la piñata y miraba las bolsitas organizadas en una mesa esquinera se comenzaba a preguntar por su contenido. Cuando mi mamá posaba sobre mí la mirada “nos vamos ya” yo me alcanzaba a emocionar, pero el contenido de la bolsa siempre resultaba ser una decepción.

Sorpresa que se respete no tiene más de dos o tres juguetes, y de una calidad vergonzosa. ¡Ojo! Si un artículo es promocionado como “juego de lápiz, borrador, regla y tajalápiz”, la palabra juego no lo convierte en un juguete.

Las sorpresas también tienen dulces. Pero no Hershey’s o M&M, sino piedras de colores rellenas de jarabe. Lo más triste de esa golosina genérica es que cuando uno quita la envoltura plástica se encuentra con un dulce en toalla. Sí, en toalla. El dulce no queda desnudo ante los ojos del niño, sino envuelto en un papel que deja ver sus extremos.

Ese empaque interior nunca se quitó con facilidad. Todos nos empegotamos los dedos y los bolsillos hasta el cansancio, y aun así nos comimos varios trocitos de papel que nunca se pudieron despegar.

Dos juguetes. Cuatro dulces. ¿Nada más? ¿Entonces por qué se veía medio llena la bolsa? Pues porque la mamá del cumpleañero la abarrotaba con la peor forma de desperdicio conocida por el hombre: el confeti.

La bolsa no estaba medio llena. ¡Nunca lo estuvo! Estaba triste y medio vacía.

Nunca le vi nada festivo al confeti. Nunca nadie se alegró de recibir confeti. Por el contrario, es una pesadilla. Dos semanas después de la piñata sigue saliendo del pelo, de la ropa, del tapete.

Siempre creí que con la adultez la pesadilla terminaría, pero las sorpresas me persiguen y encuentran nuevas formas de frustrarme. No me refiero a los recordatorios de matrimonio o de babyshower, sino a la bolsita barata de siempre. He asistido al menos a tres fiestas en las que a los organizadores les parece graciosísimo dar sorpresas a la salida.

- ¡Espera!, no te vayas todavía -, me gritó la organizadora de una fiesta de disfraces, mientras con un trotecito entaconado me alcanzaba en la puerta, estirando el brazo, con una bolsita en la mano.
- ¿Y esto? -, dije, mientras me ponía la chaqueta.
- ¡Pues tu sorpresa! Jajaja.

Su risa fue natural. Ella esperaba que yo también me emocionara con el detalle. Yo abrí la bolsa a dos manos e incrusté la nariz en el interior. El balance fue triste. En vez de los dos juguetes vergonzosos y de los dulces incomibles había dos condones baratos y una baraja de cartas miniatura.

Eso sí, la bolsa estaba 'tatiada' de confeti.

Monday, September 27, 2010

El dolor le tiene miedo a…

No tengo muy claro el procedimiento por medio del cual un laboratorio genera un medicamento. Supongo que unos señores importantísimos, con bata blanca, gafas protectoras y guantes de látex, mueven líquidos de colores y miran muestras en el microscopio.

Tampoco tengo muy claro cuál es el equipamiento especializado mínimo requerido para obtener un componente proteínico, pero sí sé que todo laboratorio tiene una nevera, un tablero blanco para escribir con marcadores y muchos tubitos como para servir tragos de tequila.

Supongo que esos tubos fueron diseñados como copas para que los borrachos con los que se hacen las pruebas en humanos se empujen los compuestos químicos en un ámbito confortable.

Lo que apenas puedo imaginarme es el proceso mediante el cual un departamento de mercadeo les asigna nombres comerciales a dichos compuestos. Creo que una reunión de denominación comercial de medicamentos transcurre más o menos así:

- Bueno muchachos, ya está listo el compuesto UK-92,480, sildenafilo o sildenafil. Tenemos que bautizarlo.
- Listo, jefe. ¿Para qué sirve exactamente?
- Para que el pene sufra una erección, y para alguna sandez de hipertensión pulmonar que a nadie le importa.

- ¡Qué maravilla! Pongámosle Viagra, que es tigre en sánscrito (व्याघ्र = vyāghra).

Gracias a este grupo de ejecutivos todos conocemos los medicamentos por su apodo y no por su composición.

- Señores, el ácido acetilsalicílico necesita un nombre que venda.
- ¿Qué les parece “aspirina”?

Pero de todos los compuestos mi favorito, y el mejor bautizado, es Dolorán. No solo por el comercial conocido por todos (todavía me río cuando pienso en Dolores despidiéndose en el tren a Nemocón) o por su eslogan infalible, sino por su claridad.

Dolorán es para el dolor. Punto. No hay pierde, el nombre lo dice.

Lo malo es que esa misma claridad la usan en otros medicamentos, sin importar la parte del cuerpo que afectan o el mal que buscan combatir. ¿Han oído de un remedio llamado Anoais? Es para las hemorroides, un tema muy serio (no quiero decir delicado) que resulta hilarante cuando lo anuncian por radio: “Anoais no alivia las hemorroides, las cura”.

Anoais, Anoais, Anoais. No sé si sea infantil de mi parte, pero me parece graciosísimo. ¿En qué estaban pensando los de mercadeo? Es como descubrir la cura contra la alopecia y bautizarla “Calvonó”, sacar la crema “Barrofué” para el acné o comercializar el expectorante “Escupol”.

Saturday, September 25, 2010

Salir con una mamá

A todas las madres no casadas… y a las que pronto lo serán

Mi amigo Chalo se acercó con la mirada fija en la más (o la única) mujer bonita de un grupo extraño, como una margarita en un ramillete de cardos. La escena ocurrió en un bar de Bogotá, hace un par de años.

Chalo y la margarita coincidieron con sus miradas y procedieron al acercamiento. Lo sorprendente fue que el proceso se vio truncado de manera intempestiva, y mi amigo volvió al grupo con un gesto de decepción.

- ¿Qué pasó? ¿Lo sacaron corriendo?–, preguntamos sorprendidos. La efectividad de Chalo era ampliamente conocida por todos.
- Por supuesto que no. Lo que pasa es que tiene un hijo -, contestó con desgano.

Algunos secundaron su actitud con comentarios como “qué pereza”, “uno no está para esas vainas” o “mejor una fea sin hijo”.

Yo me sentí ofendido, porque pertenezco al gremio de padres no casados, que abarca solteros, separados, divorciados y viudos.

- ¿Y qué tiene de malo que tenga un hijo? -, pregunté indignado.

Todos se regaron en explicaciones: No, pues nada. Lo que pasa es que después lo cogen a uno de pendejo. Hay mucha loca suelta. Uno no está para ponerse a criar.
 

¿Entonces todas las madres solteras andan buscándoles papá a sus hijos? Esa noche tuve que sentarme frente a un par de amigos y explicarles que no solo las madres solteras deben tener igualdad de derechos en el mundo del cortejo, sino que deberían recibir un trato preferencial.

Fundamento mi tesis de la madre no casada en estas tres razones esenciales:

1. No marranea: No es común que una madre no casada salga con un hombre solo para que la invite a comer y a rumbear. Ella no tiene mucho tiempo para dedicarse, y por eso no lo desperdicia con quien no quiere estar.

2. No anda por las ramas. Ella va a lo que va y aprovecha cada momento al máximo. Cuando una madre no casada tiene que dejar a sus hijos con los abuelos y cuadrar el horario y la disponibilidad de muchas personas, no es solo para comer helado o tomarse una cervecita.

3. No sale con bobadas. La pendejada de la inmadurez se cura con el primer parto. Por eso, la madre no casada no tienen dudas como ¿Será que lo amo? ¿Es el amor de mi vida? ¿Cuál será nuestro futuro? ¿Y si mañana no me llama? Ella no tiene dudas porque sus prioridades son claras, y cuando hay un hijo de por medio los pretendientes y novios siempre pasan a un segundo plano.

Advertencia: Estas tres razones no son axiomas infalibles. Después no digan que no les avisé.

Thursday, September 09, 2010

El cocinero y el chef

Hace poco asistí a una reunión familiar en la que un chef profesional nos deleitó con sus habilidades culinarias. Preparó un cordero a la no-sé-qué, en una infusión de colores, bañado por una salsa de cosas.

Por supuesto, yo no le puse cuidado a la preparación. Tengo clarísimo que la magia en la cocina no sale del amor o de la sazón de las personas, sino de la mixtura de ingredientes en cantidades increíblemente precisas y a temperaturas específicas.

Hay personas que hacen lo contrario. Prestan atención hasta al detalle más ínfimo, se empinan, apoyan los brazos cruzados sobre la barra de la cocina y preguntan pendejadas como si supieran de lo que hablan. ¿Las cortaste en julianas? ¿El balsámico puede ser de jengibre? ¿Le pusiste flores de puerro?

Yo prefiero no pasar la vergüenza de hacerle creer al chef que somos colegas. Más bien me acomodo en un rincón y aprovecho las remanencias. A veces es mejor comer que aprender.

- Señor, ¿me regala esas aceitunas que le sobraron?
- Claro, mijo. Hágale.
- ¡Gracias!

Pero los amantes de la cocinan se creen profesionales. Por eso asienten con seguridad ante las explicaciones del chef, como si los sacaran de una duda que los atormentó por años.

- Explícame lo de la vinagreta-, le preguntan al chef, ponen cara de serios y se agarran el mentón.
- La clave está en que todo quede picado del mismo tamaño y en caramelizar la cebolla.
- Sí, evidentemente -, dicen, levantando las cejas en señal de sorpresa. Yo me río mentalmente mientras me atesto de aceitunas.

Cuando una persona que sabe cocinar conoce a un chef le dice “yo también sé cocinar”. Eso me parece graciosísimo. Es como conocer a Lance Armstrong y decirle “yo también sé montar en bicicleta”.

En fin. Sirvieron la comida y estuvo espectacular, pero más de un aficionado quedó con una idea dándole vueltas en la cabeza: Ya que vimos cómo se hace, ¡podemos hacerlo después!

¡Errooor! Nunca va a quedar igual. Es más, los platos copiados quedan horribles. ¿Falta de magia? ¿Falta de amor? ¡No! Falta del chef, de ese mismo chef que preparó el cordero en la reunión familiar y lo ha preparado por años.

Lo peor de todo es la ternura con la que el aficionado se sorprende cuando el resultado es distinto.


- Tan raro, quedó inmundo. ¿Pero por qué? Yo creo que hice todo igual.

Esa teoría de “haga esto y yo aprendo viendo” casi nunca funciona. ¿Se acuerdan de “el placer de pintar, con Bob Ross”? Era un programa de televisión en el que un artista de afro instaba a los televidentes a emular las obras de arte que él lograba en contados minutos. Algunos tenían la osadía de enviarle sus trabajos, y Ross tenía el descaro de mostrarlos en cámara.

Todos eran horribles.