Wednesday, November 30, 2011

Un hombre en una tienda de Victoria Secret

Mi mamá me pidió que le comprara unas cremas de Victoria Secret. O no exactamente unas cremas, sino unos líquidos con atomizador que me recuerdan la laca que ella se ponía en el pelo para ir a trabajar, hace ya dos lustros.

- Tráeme unos splash que se llaman algo con ámbar-, me dijo.
- ¿Algo con ámbar?-.
- Sí. Como Amber Love, Amber Seduction, Amber Spell, Sexy Amber-, y siguió, con una retahíla de palabras sugestivas que uno no espera que salgan de la boca de la mamá.

No sería la primera vez que pondría un pie en una tienda de Victoria Secret. En varias ocasiones he acompañado a amigas a comprar ungüentos, tangas y sostenes. Incluso acompañé a un amigo, quien en un ofensivo intento por adivinar la talla de calzones de su novia, no tuvo reparo en ceñir unos cacheteros rosados con encaje sobre mi pelvis. Pero esa es otra historia. Sigamos.

Fui a la tienda y encontré una botella con un líquido amarillo. En la etiqueta decía “Amber Romance”. Me aseguré de que fuera el único splash de ámbar y compré varias botellas.

- Mira. Este es tu recibo, y con este código puedes llenar una encuesta en nuestra página web-, me dijo la cajera, mientras empacaba las botellitas en dos bolsas rosadas, y subrayaba un código en la parte inferior de la factura.

A cambio de llenar una encuesta de satisfacción, Victoria Secret me regalaba un bono de diez dólares para mi próxima compra de más de 50 dólares. “Seguramente me servirá. Esta vez fue Amber Romance, mañana puede ser Love Spell”, dije, en un tono mental muy poco varonil, mientras me dirigía hacia el parqueadero con una bolsa rosada en cada mano.

Efectivamente, mi mamá me pidió más cremas de Victoria Secret. Busqué el recibo e ingresé a la página web. Como era de esperarse, la encuesta estaba diseñada para mujeres. Reproduzco a continuación algunas preguntas, con mis respectivas respuestas mentales.

¿Encontraste todo lo que buscabas?
Sí.

¿Se te acercó una vendedora de VS para ayudarte?
Sí.

¿Te ofreció asesoría de Bra Fitting, o ya conocías previamente la talla de tu busto?
Emmm… pueees…

Cuál de las siguientes opciones describe mejor la razón por la que no recibiste una medida de busto:
¿Te midieron el busto en los últimos seis meses?

No, que yo me acuerde.
¿Conocías previamente tu talla de busto?
Tampoco.
¿No tenías tiempo?
Bueno, en realidad sí tenía tiempo.
¿Otra razón?
Sí. Definitivamente.

Por favor describe brevemente por qué estás altamente satisfecha con tu visita.
Sólo denme el cupón y déjenme salir de aquí.

¿Te ofrecieron la tarjeta de crédito Ángel?

No.
¿Estás interesada en tenerla?

No
¿Por qué?
No me imagino pagando nada con una tarjeta de crédito rosada, y de Victoria Secret.

Al finalizar me dieron un código que debía escribir en el recibo. Fui a la tienda por segunda vez en una semana, hice la compra, entregué la antigua factura y recibí un papel con la información.

- Esta encuesta no es muy amigable con sus clientes hombres-, le dije a la cajera, sacudiendo el recibo.
- Debe ser porque es para sacar una tarjeta de crédito para comprar ropa interior femenina-, me contestó, en una clara burla.
- Y sostenes-, dijo la cajera de al lado.
- Y artículos de belleza-, agregó la cajera del otro lado.
- Y biquinis, y pijamas para mujer-, remató mi cajera.
- ¡Y zapatos!-, gritó una más, uniéndose al coro de carcajadas que se agolpaba a mis espaldas, mientras yo salía veloz en dirección al parqueadero. En un trotecito acompasado. Con una bolsa rosada en cada mano.

Thursday, November 17, 2011

El resto del mundo

¿Cómo se imaginarán a Colombia los que nunca han salido de Estados Unidos? ¿Cómo serán las calles de Bogotá, de Medellín o de Cali para quienes han vivido toda su vida en suburbios, y no leen ni ven noticias?

Esas preguntas me surgieron hace poco, debido a las reacciones de muchos amigos que, aunque son hijos de latinoamericanos, lo más cerca que han estado del cono sur (y de Cuba) es en los Cayos de la Florida.

No son todos, hay que decirlo. Muchos estadounidenses son educados, han viajado, leen, conocen el mundo. Pero muchos otros creen que viven en el único foco de civilización de América, y que Colombia es una extensión de jungla que se encuentra en un lugar recóndito del sur.

Tres historias. Estaba con unos amigos tomando cerveza en un bar, cuando por alguna extraña razón alguien hizo un comentario sobre el rapero Eminem. Automáticamente se me vino a la cabeza la canción “Without me”, y canté en voz alta “Guess who’s back, back again… Guess who’s back, guess who’s back, guess who’s back, guess who’s back, guess who’s back, guess who’s back, guess who’s back, nanana”. Nos reímos de cómo traté de hacer una fallida escala, llegando a tonos demasiado graves para mi voz. El chiste pasó, pero una alegre estadounidense de padres cubanos hizo alarde de su ignorancia.

- Pensé que llevabas poco tiempo en Estados Unidos-, me dijo.
- Sí, llevo un año, más o menos.
- Es que esa canción es vieja, de hace como diez años.
- Bueno, obviamente sonaba en Colombia.
- ¿Ah sí?
- Sí. En Colombia también tenemos radio.

Me costó explicarle que en la jungla no solo conocemos los sonidos que producimos con nuestros cuerpos, cocos, flautillas de huesos de animales y un sinfín de instrumentos que fabricamos con elementos de la selva.

Segunda. Hablaba con unos amigos sobre restaurantes de comida rápida. Cada uno defendía a su favorito y condenaba a la competencia. Burger King, Wendy’s, Taco Bell y KFC entraron en la contienda.

- ¿A ti te gusta McDonald’s?-, me preguntó una amiga.
- El de Colombia, no el de acá. El sabor es el mismo, pero las hamburguesas del McDonald’s de acá tienen mucha grasa.
- ¿Cómo así? ¿En Colombia hay McDonald’s?

Dediqué varios minutos a decirle que en Colombia no comemos únicamente los frutos que bajamos de los árboles, o la carne de los monos que cazamos con nuestras cerbatanas. En nuestros cabildos hemos logrado agrupar recursos alimenticios en chozas designadas, y las llamamos restaurantes.

Última. Fui a la casa de un amigo a ver un partido de baloncesto. Él se encargó de llevar las cervezas. Yo, la pizza. Lo llamé antes de comprarla.

- ¿La quieres con vegetales, carne, pollo, pepperoni?-, le dije, mientras leía las opciones en el menú.
- No, sólo de queso.
- ¿En serio? ¿Sólo queso?
- Sí. Sólo queso. ¿Acaso de qué la ibas a comprar?
- De vegetales.
- ¡Eww! ¡Qué asco!
- OK. Entonces no la compro de vegetales

Después de unos segundos de silencio, mi amigo me dio una solución a nuestro predicamento, aderezada con el toque nacionalista propio de algunos estadounidenses.

- Bueno, no sé como sea en Colombia, pero acá puedes pedir la pizza de dos sabores. Mitad y mitad.

Hubiera podido decirle que en la jungla también nos gusta la pizza de varios sabores, y que la pedimos “de sal o de dulce”, pero el partido estaba por comenzar.

- En Colombia también podemos pedir pizza de dos sabores. Después de varios años hemos desarrollado una tecnología que nos lo permite. Ahí pedí tu pizza de queso. Ojalá te caiga como un culo.

Thursday, October 20, 2011

En defensa de la lectura que se me dé la gana

Ni lo grito a los cuatro vientos, henchido de orgullo, desde la montaña más alta, ni me avergüenza en lo más mínimo. Es un hecho con el que vivo. No soy feliz con él ni me atormenta. No me cambió la vida, para bien o para mal. No fue una pérdida de tiempo, pero tampoco mi mejor inversión. Simplemente pasó, lo disfruté y seguí adelante con mi existencia. El problema es que a algunas personas les parece un hecho inaudito y hoy, más de dos años después, me juzgan como si hubiera cometido un crimen.

Hablo de la lectura de Crepúsculo, Luna Nueva, Eclipse y Amanecer, la saga completa de la ama de casa estadounidense Stephenie Meyer, que leí en poco menos de dos meses.

Lo reconozco. Me desvelé, preocupado, pensando en la relación de Bella Swan con el hermosísimo Edward Cullen. “¡No te lo mereces, casquisuelta! ¡Te rumbeaste al lobo, vagabunda!”, grité alguna vez en un bus, con libro en mano, devorado por la euforia de la trama.

En ese entonces estaba por salir la primera película. Las adolecentes del mundo se revolcaban de emoción en sus cubrelechos (¿cubrehelechos?) de Hello Kitty, mientras yo fingía prudente curiosidad. Mi afán era terminar los cuatro tomos antes del estreno, y finalmente así lo hice.

Era la moda. A la gente le llamaba la atención el tema de los vampiros adolecentes, y los libros se vendían como pan caliente. Es cierto que tenían aspectos estúpidos, como ese vaho a quinceañera emo clase media, y algunas características sacadas del sombrero, como que los vampiros brillan a la luz del sol. Pero a pesar de eso contaron una historia entretenida.

Terminé los libros, vi las películas y el tema murió. Al menos eso creía, pero cada vez que el asunto sale a colación algunos ‘eruditos’ me miran por encima del hombro.

- ¿Tú? ¿Leyendo crepúsculo? ¡Pero si esos libros son una estupidez! -, me dijo alguna vez un amigo, como si hubiera comprado un afiche de la película y lo hubiera pegado en el techo de mi cuarto.
- Bueno, seguramente no se estudiarán por décadas en las facultades de literatura del mundo, pero eran la moda. Me dejé llevar, los disfruté y ya están archivados. No es para tanto.
- Si querías leer una saga de literatura fantástica para jóvenes hubieras optado por Harry Potter, o las Crónicas de Narnia.
- Gracias. Ya las leí.
- ¿Pero entonces qué fue lo que pasó? ¿Te quedaste sin opciones? Siempre hay mejores cosas para leer. Literatura rusa, la nueva ola colombiana, un premio “la otra orilla” o el catálogo de Alfaguara que es tan enriquecedor. ¡O los clásicos! Siempre puedes volver a los clásicos.

Siendo originario de Colombia, un país en el que la gente no lee, y en el que una de las principales editoriales del continente cierra sus divisiones de literatura de ficción y no ficción, porque no son rentables, suelo ser catalogado de nerd, porque leo mucho más que el promedio.

Pero eso no significa que sea un erudito. Además, ¿quién se inventó que las personas inteligentes tenían que leer únicamente literatura de Premio Nobel? He encontrado a varias amigas leyendo libros de presentadoras de televisión, chistosos, sobre citas, sobre por qué las mujeres son como son y los hombres no las entendemos. ¡Pero no les digo brutas!

¿Y cuántos que me han criticado haber leído Crepúsculo conocen la obra de Mark Twain? ¿O han leído el Ulises, de Joyce? (Yo tampoco lo he hecho) ¡O Cien años de soledad, para no ir más lejos! Uno incluso se atrevió a hacerme el comentario.

- ¿Te leíste TODA la saga? ¿Qué tan largos son esos libros?
- Combinados, deben ser unas 2.500 páginas.
- ¡Qué pendejada! Perfectamente hubieras destinado ese tiempo en leer otra cosa-. Ese día se rebosó la copa.
- ¡Pero todavía puedo hacerlo! Adivina qué: No se me acabaron los ojos con Crepúsculo. ¡Todavía puedo leer!

Friday, September 09, 2011

Volar en primera clase

Hace poco viajé a Houston, Texas, y por primera vez en muchos años no llevé maletas. Siempre llego al aeropuerto arrastrando una tula desbordada de encargos, pero esta vez me di el lujo de llevar una maleta en la espalda, y más na’!

Por eso hice check in en uno de los computadores con pantalla táctil, a un lado del counter de American Airlines.

  - ¿Quieres mejorar tu pasaje para ingresar primero al avión? -, dijo la máquina. O bueno, no lo dijo. Yo lo leí en voz alta, como un idiota.
  - No, gracias -, contesté, también en voz alta. Me cobraban 30 dólares por entrar primero.
  - ¿Quieres ascender de categoría y situarte en primera clase?
  - No, muchas gracias -, dije, sonriendo amablemente. Me cobraban 90 dólares por estar en primera clase.

Tomé mi ‘pasabordo’ y me dirigí a la puerta respectiva. Mientras pasaba los filtros de seguridad pensaba en volar en primera clase. Nunca lo he hecho. ¿Qué tan maravilloso puede ser?

Tal vez es como en las comedias estadounidenses, donde muestran a la pareja que se conoce a 10 mil pies de altura, con copas de champaña desechables y bolsitas con más de cinco maníes.

Tal vez los asientos comodísimos se pueden reclinar hasta quedar totalmente horizontales, y así uno puede cumplir el sueño tonto de ampliar el ángulo obtuso hasta volverlo llano. Estar cada vez más acostado, más y más cómodo, hasta que ya no aguantes tanto confort. ¿Cuál es el límite de la comodidad? ¿Cuál es ese fin nirvánico? ¿Tocar la silla y dormirse automáticamente, soñar algo espectacular y despertar en el instante preciso, con la almohada seca, el pelo perfecto y la camisa planchada?

Tal vez en los televisores privados tienen porno o películas que uno sí quiere ver.

Tal vez la silla de adelante está posicionada a una distancia prudente, y puedes estirar las piernas, algo que al parecer es muy importante para algunas personas (sin rodillas, como la Barbie).

Tal vez las emisoras tienen canciones que sí conoces, y no todas transmiten ese jazz ambiental que enamora a los odontólogos.

Me mataba los sesos en la sala de espera, cuando nos “invitaron” a ingresar al avión.

  - Pasajeros de primera clase -, llamó el señor de la aerolínea. Unos cuantos se pusieron de pie e ingresaron.
  - Si hubiera pagado 90 dólares, estaría entrando en este momento -, dije en voz alta, otra vez, como un idiota.
  - Pasajeros de American Eagle, guachu guachu, blablablá -, no recuerdo exactamente sus palabras, pero se refería a un público intermedio. Todavía no era el turno de nosotros: Los vulgares ‘clase económica’.
  - Si hubiera pagado 30 dólares estaría entrando en este momento -, dije.

Luego nos llamaron por ‘grupos’. El mío fue el último. Pero entonces, como uno de los últimos pasajeros en ingresar al avión, pude ver cuál es el afán de la gente por estar en primera clase.

Si vuelas en primera clase entras primero y te sientan en poltronas comodísimas con espacios exagerados, en la parte delantera del avión, para que todos los de clase económica tengamos que verte. ¡Esa es toda la magia¡ No es la silla, ni el espacio para tus piernas, ni el maní, ni la champaña, ni el porno. ¡Es la cochina envidia!

Pasé junto a una mujer joven, atractiva, que viajaba sola en primera clase. Le sonreí, amablemente, con un mínimo de sugestión. Pero ella me devolvió una sonrisa triste, compasiva, penosa, como si lamentara la diferencia que nos separaba y pensara “siento mucho que tengas que ir a tu puestucho, después de ver este mundo maravilloso”.

Durante el vuelo pensé en un comentario inteligente e hiriente, que la bajara de su nube de mejor estrato y la situara a mi nivel, que le demostrara que los 90 dólares que nos separaban eran una nimiedad. Pero nunca la volví a ver, porque los de primera clase salen primero, y nunca más se cruzan con los del último grupo.

Tuesday, July 19, 2011

Accionar el mecanismo

Esto pasó hace unos tres meses, en un viaje a Ciudad de México.

- ¿Ventana o pasillo? -, me dijo la señorita mirando al computador.
- Ventana, por favor -, le contesté, subiendo mi maleta a la balanza, rezando mentalmente para que cumpliera con el peso reglamentario y no me tocara hacer el oso de abrirla frente a todos los otros pasajeros.
- Al parecer todas las ventanas están ocupadas. Esto podría tardar unos minutos.
- No se preocupe. Tómese todo el tiempo que guste, pero póngame en una ventana.

Cuando viajo en avión me gusta quedar junto a la ventana. No para contemplar las montañas o las nubes, ni para asustarme viendo cómo los alerones se ven endebles al momento de aterrizar. Me gusta que me pongan en la ventana para que las señoras no me pasen por encima cuando quieren ir al baño.

¿Saben por qué no dejan entrar líquidos a los aviones? Para que las mujeres, con sus vejigas diminutas, no se la pasen orinando en el avión.

- Listo. Encontré una ventana -, dijo la señorita, sonriendo. - ¿Le molesta que lo ubique en la salida de emergencia?
- No entiendo. ¿Por qué me va a molestar?
- Bueno, porque en caso de emergencia usted sería el responsable por accionar el mecanismo que libera la puerta.

¿Qué? ¿El responsable? Eso no debería ser una escogencia tan informal. Deberían hacer un sondeo previo, para saber quién tiene más capacidad de responder ágilmente en una situación de pánico.

¿Y si me pasmo, como un venado en las carreteras de las películas? Imaginé el avión cayendo en picada, mientras una auxiliar de vuelo me cacheteaba y me zarandeaba clavándome las uñas en los hombros: “¡Reaccione, imbécil! ¡Accione el mecanismo! ¡Nos vamos a moriiiiir!”.

¿Y si en vez de abrir la salida de emergencia le pongo pasador? Imaginé a la misma auxiliar de vuelo tratando por todos los medios de abrir la salida de emergencia, mientras pregonaba mi incompetencia: “¡Atoró el mecanismo! ¡La puerta no se abre! ¡Usted es un imbécil! ¡Nos vamos a moriiiiir!”.

El sueño se difuminó mientras yo trataba de justificar mi ineptitud con frases sin sentido, como “Entiéndanme, no me gusta quedar en el pasillo. Es que las señoras tienen vejigas pequeñas”.

Sería una vergüenza para mi familia que la gente muriera porque no fui capaz de mover una palanca. Y les juro que en un momento crítico a uno se le olvidan las reglas más básicas de la física y el sentido común.

- Señor, mueva la palanca en el sentido contrario a las manecillas del reloj -, y uno jalando para abajo.

Además, las instrucciones más simples y las señalizaciones con flechas se me antojan complicadísimas:

- Es sencillo. Retire el seguro, tire con fuerza de la manija, libere el pasador y gire 45 grados en sentido contrario a las manecillas del reloj.

Mentalmente, tengo un televisor en estática. Creo que si me ponen en la salida de emergencia, ante la necesidad de accionar el mecanismo lo más probable es que grite, como la más femenina de las mujeres: “¡Nos vamos a moriiiiir!”.

Finalmente, me pusieron en la salida de emergencia. Me quedé dormido antes de que el avión decolara, y me desperté cuando ya había aterrizado. ¡Estábamos vivos! No tuvimos ninguna emergencia, pero de haberse presentado, yo habría sido el indicado para salvarlos a todos, por simple ubicación. Era un héroe.

Me bajé del avión con una sonrisa y un aire de superioridad. Incluso, en la fila de la aduana, despeiné a un niño de unos cinco años, cariñosamente, como los superhéroes en las películas, ante la mirada asqueada de su madre (la del niño).

Friday, July 08, 2011

Belleza geográfica

Creo que soy bonito. No tanto como cree mi mamá, pero bonito. De uno a diez soy un siete. Tal vez alguna vez fui un ocho, hace como diez kilos.

No soy despampanante, no detengo el tráfico y nunca nadie me ha ofrecido dinero a cambio de sexo, pero sí he pillado a un par de mujeres mirándome las nalgas y en varias ocasiones me han piropeado. También tengo el ego por las nubes. Eso también influye.

En Colombia soy ligeramente más atractivo que el promedio. Soy de estatura y contextura normal, pero con ese algo que enamora, ese no-sé-qué, no-sé-dónde. ¡No lo digo yo, lo dicen ellas!

Hace un año dejé Colombia y comencé una nueva vida en Estados Unidos. Vivo en Miami, una ciudad reconocida por sus playas, su rumba y la belleza de sus lugareños.

Me encanta esta ciudad, pero la transición no ha sido nada fácil. Extraño mucho a mi familia y a mis amigos, pero hay un factor que ha dificultado mucho más las cosas: En Miami no soy lindo. En Miami soy horrible.

Todo el mundo en Miami es bonito. Las señoras de 40 son MILF y las abuelitas de 60 son GMILF. Las niñas de 14 años en la playa, todas altas, divinas, perfectamente bronceadas, son futuras demandas esperando una borrachera mal llevada.

¿Usted se cree muy lindo en Bogotá? Vaya una semana a las playas del sur de la Florida, y hablamos. ¡Hasta la masculinidad de uno corre peligro! Me he descubierto varias veces mirando hombres paseando por la orilla, y pensando para mis adentros: “¡No joda!, qué tipo tan bueno”.

En mi tierra natal soy un siete, pero acá no paso ni raspando. Acá me rajo, me tiro la habilitación y pierdo el año.

En Miami no soy de estatura normal, sino un enano. En Estados Unidos un tipo como yo (varón, adulto promedio, relativamente sano) mide 6 pies. ¡Eso es un metro ochenta y tres centímetros! Casi nadie en Colombia mide eso.

Además, en Miami no soy de contextura media. Tampoco soy gordo, porque acá la obesidad es un tema fuera de concurso. Acá, simplemente, soy fofo. No salgo a la playa a correr, porque me zarandeo por doquier. No importa cuánto apriete la barriga. Cuando troto, se sacude.

Podría decir entonces que en Miami brillo por mi irrelevancia, pero no es así. Brillo, pero por blanco. En Miami soy inmaculado. Todo el mundo se broncea al menos una vez a la semana. En la playa, en cámaras de bronceo, con cremas especiales, con ungüentos caseros.

Yo, en cambio, si me pongo al sol por cinco minutos quedo como un cono de tráfico.

Thursday, March 10, 2011

Yo, el futuro calvo

Me estoy quedando calvo y no hay mucho que se pueda hacer al respecto. Los injertos son carísimos y al parecer los champús “control caída” no son más que un pajazo mental. O capilar.

Mi papá era calvo y mis dos hermanos son calvos. Esa es mi excusa: Tengo el gen del calvo, o flojo el gen del pelo. ¡Qué sé yo!

Cuando te comienzas a quedar calvo todo el mundo parece notarlo, menos uno. Cuando me encuentro con personas que no veo hace mucho tiempo, lo segundo que me dicen es “Se te está cayendo el pelo”. Lo primero que me dicen es “Cómo estás de gordo”.

Si me dicen que estoy gordo digo “¡Y eso que he bajado!”. Lo digo por reflejo, aunque no sea verdad. “¿Te parece que tengo papada y barriga? Y eso que no me viste hace seis meses”. Así me justifico. Estoy repuestico, pero estoy haciendo algo al respecto.

Con la calvicie es otro cuento. Cuando me dicen que me estoy quedando calvo me cojo la cabeza instintivamente, hago una mueca de resignación y digo “Sí, ni modos”. ¿Qué más puedo decir? Hay que aceptar la realidad. El calvo es como el alcohólico y debe reconocer su condición.

Los remedios de la televisión que antes me eran ajenos ahora llaman mi atención. Y eso que no tienen los elementos clásicos de presentación que despiertan mis sentidos, como modelos despampanantes, licor o música. Un comercial de un medicamento para la calvicie tiene fotos de "antes" y "después", testimonios poco realistas, científicos de mentiras en un laboratorio de colegio e imágenes de la planta milagrosa de la extraen el compuesto básico del remedio. A pesar de la paupérrima producción me veo el comercial completo, y pienso que los calvos tienen futuro, y que los futuros calvos tenemos futuro lejano promisorio.

Pero luego recapacito, y me convenzo de que la calvicie es inevitable. Al final del día no me creo el cuento de que los tratamientos contra la caída del pelo funcionan.

  - A mí se me estaba cayendo el pelo, pero comencé a usar ese champú y ya no se me cae-, me dijo un amigo hace un tiempo, convenciéndome de que comprara un tratamiento que promocionaban en televisión.
  - ¿Entonces, si no lo hubieras usado estarías calvo? -, pregunté en tono irónico.
  - No sé si calvo, pero sí con menos pelo -, me dijo, cogió una manotada de pelo de su cabeza y la haló con firmeza, como demostrándome que no llevaba puesta una peluca.
  - Pero no hay forma de saberlo. ¿O me vas a decir que tu método de comprobación es el sifón de la ducha?
  - ¡Pues claro! Ahora ya no hay casi pelos en mi baño.
  - ¿No será que ahora te estás quedando calvo en horario de oficina? ¿O en el gimnasio? ¿O manejando? No se te tiene que caer todo el pelo en la ducha. ¿Cuánto pagaste por esa porquería?

Me reservo la cifra. Al final del diálogo “prevención versus reversión” me mostré partidario de la restauración del folículo piloso. Si tuviera que elegir entre el champú que no permite que se caiga el pelo, y el que hace que vuelva a salir, me quedo con el segundo. Para mí es mejor curar que prevenir.

Pero esos medicamentos no me terminan de convencer, aunque llamen mi atención cuando veo televisión y aunque ahora haga parte de su público objetivo. Nunca voy a usar productos para que me salga más pelo. Lean de nuevo la primera frase de esta entrada. ¡Ya lo acepté! Voy a ser calvo.


¡Voy a ser calvo! Un calvo orgulloso. Me dejaré crecer el pelo que tenga, lo tendré suelto y exhibiré mi cabeza parchuda al viento, con alegría.

No taparé el sol con un dedo, ni mi cabeza con tres mechones. No voy a ser como el cincuentón en negación que se deja largo el pelo de un lado de la cabeza y lo lanza en mechas parabólicas de oreja a oreja. (¿Han visto a esa gente en una piscina?) Tampoco me afeitaré la cabeza, porque si sigo engordando exhibiré los pliegues en la nuca que tanta impresión me dan, y todos sabemos que seguiré engordando. ¡Es inevitable! Eso también va en los genes.

Friday, February 25, 2011

El vegetarianismo y el cuerpo humano

Hace un par de meses tuve un ataque de sostenibilidad y cuidado del planeta, y pensé seriamente en volverme vegetariano. ¿Qué tan difícil puede ser reemplazar la carne por más verdura? Luego supe que el asunto es complicado para el cuerpo humano. También supe que el cuerpo humano es un estúpido.

Después de la cena de año nuevo me desplomé en una poltrona, con el pantalón medio abierto y el botón de la mitad de la camisa en una posición de tensión amenazante. Me recliné sobre el espaldar y respiré pausadamente, tratando de que las cuatro libras de carne de cerdo que había engullido fluyeran por mi anatomía.

  - Ahora sí – dije, tratando de no infartarme. – Me voy a volver vegetariano.
  - ¿Pero vegetariano de verdad?-, dijo la anfitriona de la espectacular cena -. Porque yo fui vegetariana por varios años, y no es nada sencillo.

Me explicó que existen varios tipos de vegetarianos, dependiendo de las licencias que se otorgan, sobre todo con el consumo de huevos y leche. Incluso, algunos pecan con media lata de atún, muy de vez en cuando.

  - Yo, por ejemplo, era ovo-lacto-vegetariana. Es decir, tomaba leche y comía huevos. Eso hace el compromiso más llevadero, porque ser vegetariano estricto es casi imposible.
  - ¿Y por qué? -, pregunté, con la boca llena, mientras limpiaba los restos de grasa de una cacerola de chicharrones con una tajada de pan.
  - Porque tú nunca lo has intentado y tu cuerpo está acostumbrado a una dieta con mucha carne. También porque muchas cosas tienen grasa animal: Algunos vegetales fritos, muchas bebidas, salsas, etc.

Esa noche me abrieron los ojos. Yo creía que los vegetarianos estaban en contra del consumo de animales que habían sido sacrificados, porque las condiciones de los mataderos normalmente implican sufrimiento para las bestias. Pero resulta que los vegetarianos estrictos están en contra del sufrimiento del animal, aunque éste no muera.

  - ¿Has visto alguna vez cómo las grandes compañías tienen a las pobres gallinas en esos galpones, poniendo huevos como máquinas? -, me dijo, señalando un lugar lejano e indefinido.
  - No.
  - ¿O cómo tratan a las vacas en los ordeños?
  - No. Tampoco.
  - El vegetarianismo estricto rechaza todos los alimentos provenientes de animales.

Días después estaba haciendo mercado, cuando vi un producto que se ganó toda mi atención: Huevos vegetarianos. No me refiero a esa porquería de polvo que los estadounidenses mezclan con agua y leche, sino a huevos de verdad, en caja de doce unidades.

Ante mi cara de incredulidad, un familiar se acercó y me rapó de las garras de la ignorancia.

  - ¡Pendejo, pues muy fácil! Las gallinas no sufren en galpones para ponerlos. Son huevos campesinos -, dijo mi tío, señalándome el envase que tenía en las manos.
  - ¡Ah, claro! Eso lo explica todo. Tal vez estos los pueden comer hasta los vegetarianos estrictos.
  - Y me imagino que tampoco les modifican el ciclo de puesta-, agregó, tomando el empaque en sus manos y dándole vueltas, como si le buscara las instrucciones a un juguete.
- ¿El ciclo de puesta? -, pregunté.

Me explicó que las gallinas tienen un ciclo básico. Durante ocho días, aproximadamente, ponen un huevo diario. Pero en los galpones las dejan a oscuras por un par de horas, y cuando les prenden la luz las gallinas creen que es un nuevo día y ponen otro huevo. Un huevo a las malas. Un huevo no vegetariano. En contra de su ciclo natural.

  - ¡Gallinas estúpidas!, dije, devolviendo los huevos a su puesto y dirigiéndome al sector de carnes.

Pero luego recordé dos instancias específicas que demuestran que el cuerpo humano se deja influenciar por estupideces como esa. Al final, somos tan básicos como las gallinas.

Primera.
  - Mamá, no puedo dormir. Llegué en la madrugada y no lo logro. Llevo una hora dando vueltas en la cama.
  - Cierre las cortinas, mijo, y verá que se duerme en un momentico.
¡Por supuesto! Voy a engañar a mi cuerpo con la penumbra. Mi organismo creerá que es otra vez de noche.

Segunda.
  - Doctor, he tenido problemas para “sacarme leche”-, le dice la madre primeriza al pediatra.
  - ¿Ha intentado con una foto del bebé? -, contesta el doctor.
  - No. ¿Cómo es eso?
  - Pues simple, mi señora. Cuando esté con la bomba puesta mire una foto de su hijo. Eso estimula al cuerpo para que produzca más leche.
¡Pero claaaaro! Ver una foto de un bebé es lo mismo que tener al bebé en los brazos. ¿En serio? ¿Engañamos a nuestro cuerpo con tanta facilidad?

No me cabe en la cabeza que nuestro cuerpo responda a estímulos tan animales. En definitiva, no somos mejores que un galpón. ¡Y yo que pensaba volverme vegetariano!

La próxima vez que vea a ese súper profesional con maestría, Ph.D. y doctorado, le daré la mano con firmeza y pensaré: “Doctor, si por casualidad se emborracha en este coctel, prometo meterle la mano en agua caliente y ver como su estímulo responde con una monumental orinada en los pantalones”.

Thursday, February 10, 2011

Trauma de infancia, Volumen I

Hace un par de semanas mi mamá revivió uno de los recuerdos más impactantes de mi infancia. Un recuerdo que se agazapaba en lo más recóndito de mi memoria, pero que constituye la silenciosa raíz de una tara odiosa y negativa.

Mi mamá se cansó de la ciudad, el ruido, los trancones y la contaminación. Por eso, hace unos meses se fue a vivir al campo. Cuando les digo eso a mis amigos se imaginan a mi mamá de vacaciones en tierra caliente, acostada en una hamaca a la sombra de un platanal, con un coctel en la mano, a escasos metros de una piscina, leyendo algún libro de papá retirado, como La Rebelión de las Ratas, o cualquiera de las novelas de Isabel Allende.

En realidad, mi mamá no vive en una casa de recreo. Vive en el campo. En una finca con un galpón de gallinas ponedoras, con conejos, curíes, cabras, vacas y patos. Con una huerta y un semillero. Con un lago artificial lleno de mojarras y cachamas.

Cuando fui a conocer su casa me preparó un sancocho con pollo campesino en una olla gigante, puesta sobre una parrilla que alguna vez fue una reja o un portón, en una estufa de ladrillos y madera seca. No recuerdo haberme comido un sancocho más bueno.

Por supuesto, este cambio de ambiente representa para mi mamá una vida llena de nuevos desafíos y satisfacciones, pero sus altibajos son muy diferentes a los que sufrimos los autómatas citadinos: Mi mamá ya no habla de sus preocupaciones de plata, de las vecinas, del frío, de los trancones o de la inseguridad. Ahora, sus problemas parecen sacados de un cuento de los Hermanos Grimm.

  - Un conejo se coló en la huerta y se me comió los rábanos -, me contó en tono preocupado, mientras caminábamos por la orilla del lago.
  - ¡Terrible! -, dije sonriendo. – Supongo que se va a disparar el precio del rábano en el país.

Después caminamos alrededor de la finca y llegamos a un cercado lleno de flores y plantas silvestres, donde me mostró cómo estaba recuperando un orquideario. Yo sonreía mentalmente y me alegraba por ella y por su nueva vida.

  - ¿Un cafecito? -, dijo mi mamá, rompiendo la burbuja idílica y borrando de la escena la banda sonora del Profesor Yarumo.

Pocos minutos después estábamos en la casa, vertiendo el café en los pocillos. Mi mamá me contó que lo habían secado y molido en una finca aledaña.

  - Huélelo. ¿Sí ves? ¡Totalmente diferente al café que uno compra en la tienda!

De pronto, mi progenitora estiró la mano hacia la estufa, tomó un perol lleno de leche caliente y lo acercó peligrosamente hacia mi delicioso café campesino.

  - ¡Momento! ¿Qué vas a hacer? -, le dije, poniendo una mano sobre el pocillo, protegiendo el café.
  - Te voy a echar un poquito de leche. ¡Leche campesina! Ordeñada esta mañana.

Yo estiré el cuello tratando de ver el contenido del perol. Ella estiró el perol hacia mi pocillo…Y entonces la vi. Arrugada, espesa, grasosa. Flotando sobre la leche recién ordeñada. Una membrana cuarteada. Un remanente asqueroso.

  - ¡Mamáaaa, guácala! ¡Una nata! -, grité, protegiendo mi café.
  - ¡Eso no tiene nada! ¡Deja el escándalo! -, me contestó, burlándose de mi asco y amagando con echarle leche a mi pocillo.

Inmediatamente después, respondiendo a un impulso ejemplarizante, metió en la leche los dedos pulgar e índice de la mano que tenía libre, extrajo varios centímetros de esa cuajada inmunda, volcó la cabeza hacia atrás y dejó caer en su boca la nata colgante.

  - ¿Ves? –, me dijo, con un gesto de satisfacción. – Eso no tiene nada.

En realidad, el recuerdo original tiene más de veinticinco años. Un día, mi mamá preparó el desayuno mientras todos arreglamos la mesa. Después de hervir la leche, alguno de mis creativos hermanos sacó una nata enorme, la puso en un plato pequeño y la llevó a la mesa. Entre los cuatro hermanos mayores se disputaron el manjar y lo trataron de untar sobre el pan, como si fuera mantequilla.

  - ¡Qué delicia! Esa nata es mía.
  - No, es mía.
  - No, mía.
  - Mía.

El asco me atormenta. No lo he superado.

Saturday, February 05, 2011

La peor empresa del mundo

Tenía unos ocho años cuando mi mejor amigo me propuso una idea infalible para un negocio:

  - Vamos a vender Tang y Frutiño en el parque -, me dijo Tomás (supongamos que se llama así), envolviéndome con un brazo y dibujando un arco en el aire con su mano libre.
  - ¿En cuál parque?
  - ¡En el que queda al frente!
  - Ajá. ¿Y a quiénes les vendemos Tang y Frutiño?
  - Pues a todos los niños que salen a jugar fútbol.

Supongo que la idea surgió de algún programa estadounidense en el que un niño vendía limonada en el andén frente a su casa, en una mesa con mantel de cuadros, con jarras inmaculadas llenas de cubitos de hielo y un tierno letrero hecho con una caja de cartón, todo bajo la sombra de un esplendoroso cedro.

Me pareció una iniciativa genial, y en pocos días nos hicimos a los insumos. Mi mamá nos prestó una mesa pequeña y un mantel. No era una mesa muy bonita, ni el mantel era de cuadros, pero las dos cosas servían.

La jarra que mi amigo sacó de su casa tampoco era muy agradable: Era uno de esos recipientes cafés o verdes que las mamás con el paso de los años usan para remojar la ropa. La mayoría de los vasos, otrora contenedores de mermelada, estaban desportillados.

El día del lanzamiento madrugamos. Llegamos al parque como a las ocho de la mañana y nos instalamos en un rincón estratégico. Mientras acomodábamos los vasos, Tomás, cerebro de la empresa, sentenció la razón social:

  - Frutitang. Como vamos a vender Frutiño y Tang, pues nos llamaremos Frutitang -, dijo orgulloso, como si hubiera desarrollado toda una campaña informativa y publicitaria.
  - ¡Genial! Fruti, de Frutiño -, contesté emocionado.
  - Y Tang, de Tang -, complementó Tomás.

Comenzó la jornada. Nos sentamos frente a la mesa con la jarra helada, pero nadie salió a jugar fútbol. Inmersos en nuestra soledad hablamos de todo lo que lograríamos con Frutitang, de cómo llegaríamos a otros parques del barrio y de cómo diversificaríamos el negocio.

  - Podemos vender otras cosas, para que nos compren Tang -, dijo Tomás, arrancando pedacitos de pasto.
  - ¿Cómo así? - , pregunté, cansado, después de varias horas de estar sentado y no haber visto un solo niño.
  - Por ejemplo, papas picantes. Si alguien las compra se va a picar y tendrá que tomar algo. Entonces, primero le vendemos las papas y después le vendemos el Tang.

A medida que el día transcurría Tomás desarrollaba estrategias increíblemente ridículas, mientas yo, sediento, miraba el hielo derretirse en la jarra de Tang. Cerca del medio día mi prudencia se resquebrajó.

  - ¿Puedo tomar un poquito? -, pregunté.
  - ¡No! Es para venderle a los niños que juegan fútbol.
  - Pero no hay nadie jugando fútbol, tengo sed y esto está muy aburrido -, dije con la voz quebrada, acostándome en el pasto.

Pocos minutos después enfrentamos la realidad y recogimos todo. Tomás subió a su casa los vasos y la jarra rebosante de Tang. Yo llegué a la mía cargando la mesa y el mantel.

  - ¿Cómo les fue? -, preguntó mi mamá.
  - Mal.
  - ¿Por qué? ¿Qué pasó?
 

Quise contestarle que no había pasado nada. Absolutamente nada. Ni un cliente, ni un niño con un balón, ni un cochino perro. Pero me quedé callado.

Cuando guardé la mesa en la cocina me asomé por la ventana y vi a un grupo de niños con un balón, armando las canchas de fútbol con los sacos que tenían amarrados a la cintura. Por supuesto, mi reflejo fue bajar corriendo al parque, pero no a ofrecerles los servicios de Frutitang, sino a preguntarles si me dejaban jugar.

Llegué casi al mismo tiempo que Tomás.

  - ¿Viste? Les pudimos haber vendido Tang ,- dijo Tomás.
  - Hagamos una cosa -, le contesté, con todo el poder de mi lógica infantil -. Si al final del partido nos da sed, vamos a la tienda y nos compramos un boli.

Thursday, January 27, 2011

Un espresso y una tarjeta

Trabajo desde mi casa. En la comodidad de mi cama. En un ambiente familiar de improductividad absoluta.

Los que alguna vez han tenido esa dicha (o desgracia) saben que el más mínimo ruido puede romper la concentración de un cerebro focalizado. ¡Hasta una mosca puede desacelerar la jornada! Además, un hombre solo en la casa tiene el poder de idiotizarse con pendejadas.

  - Hoy no hice un carajo.
  - ¿Por qué? ¿No estabas inspirado?
  - No es eso. Me la pasé pintando un laberinto en una hoja cuadriculada.

En ocasiones, la música clásica, la buena iluminación y una buena silla no ayudan. Un entorno ideal no es garantía de un día de trabajo eficiente. A veces se necesita cambiar de ambiente, ver gente, tomar café bien hecho, sacudir las cobijas y hasta bañarse.

En esos días me voy al Starbucks más cercano, donde me compro un café de dos dólares que me dura ocho horas. Me siento en una poltrona deliciosa, subo los pies en la mesa, miro la pantalla por encima de las gafas y doy sorbos diminutos. Puede que no sea más productivo, ¡pero me veo súper cool!

Escribo esta entrada desde Bogotá. Por alguna extraña razón mi portátil no reconoce la conexión de la casa en la que me estoy quedando, pero sí identifica otras redes. Por eso, decidí hacer lo mismo que en Estados Unidos: Buscar un lugar con WiFi gratuito.

  - Bienvenido a Juan Valdez, ¿en qué le puedo ayudar?-, dijo una sonriente trabajadora. Digamos que se llama Natalia.
  - Gracias. ¿Tienen WiFi gratis? -, pregunté, señalando la maleta en la que cargo mi portátil.
  - Sí, señor.
  - ¡Qué dicha! Entonces quiero un espresso, por favor.

Dos minutos después, Natalia me entregó el café y una tarjeta plastificada.

  - ¿Y esto? -, pregunté confundido.
  - Es una clave, para que se pueda conectar a Internet. Tiene una duración de 30 minutos -. Yo levanté una ceja y sonreí.
  - ¿Entonces en media hora tengo que comprar algo más?

Natalia no me contestó. Ya estaba atendiendo a otro cliente. Yo di media vuelta y busqué una mesa junto a una toma de corriente (mi batería vieja dura 20 minutos). En segundos estaba instalado. Organicé la carpeta de pendientes e hice un cálculo rápido: Necesitaba estar conectado a Internet entre dos y tres horas.

Me tomé el café con rapidez. Al fin y al cabo, en breve tendría que comprar otro. Treinta minutos después estaba de vuelta en la barra.

  - Bienvenido a Juan Valdez.
  - Gracias. Un espresso y una tarjetica de conexión.

Volví a la mesa, con el café y la clave. Media hora después volví a buscar a Natalia.

  - ¿Espresso y tarjetica? -, me preguntó Natalia.
  - Sí, gracias, gracias. Un espresso, gracias. Y una tarjeta, sí, gracias, gracias.

Corrí hasta la mesa. Trabajé rapidísimo, mientras recreaba el doble bombo de la canción One, de Metallica, por casi media hora. Volví a la barra.

  - Nata. Natica. Natalia. Hola, Nata. Adivina, adivina, adivinaaaaaaa.
  - ¿Espresso y tarjeta? -, dijo la joven, con una expresión de pánico.
  - Sí, jaja, claro, eso, eso. ¿Qué más va a ser? Espresso, expreso, etspretsooo-, grité, con acento italiano, flexionando las muñecas hacia adelante y hacia atrás, juntando las yemas de los dedos.
  - Señor, no está parpadeando.

Pero no la escuché. Corrí por el recinto, levantando las rodillas hasta el pecho, moviendo los ojos independientemente, como un camaleón. Una señora me miró asustada. Yo le contesté con una sonrisa macabra.

  - No voy a dormir en un mes -, le dije, y volví por mi espresso.

Dos cafés después terminé de trabajar, apagué el computador y volví a la barra.

  - Buenas tardes. Quisiera hablar con el administrador -, dije, haciendo un esfuerzo enorme por hablar despacio. Natalia llamó con la mirada a un hombre sonriente.
  - ¿A la orden?
  - El WiFi de ustedes no es gratis.
  - Sí, señor. Es gratis para nuestros clientes.
  - Me lo c-c-cobraron en sueño. P-p-por su culpa sufriré de insomnio hasta morir -, di media vuelta y me dispuse a salir.
  - ¿Señor? -, me llamó el administrador, esforzándose por no reírse. Cuando lo miré de nuevo señalaba una nevera. – También tenemos jugos naturales.

Llegué a la casa y mi portátil reconoció la conexión inalámbrica en un segundo. Te odio, Juan Valdez.

Wednesday, January 19, 2011

Las reglas de la casa

Hace poco jugué Clue por primera vez. Ese juego en el que hay que resolver un asesinato descubriendo la identidad del perpetrador, el lugar del hecho y el arma homicida. ¡Me gustó! Es entretenido. Pero más que el juego me llamaron la atención las peleas de mi familia, pues, como en todo juego de mesa, cada quien tiene sus propias reglas.

  - Si ya estás en una habitación con el que convocaste no puede entrar nadie más. Tienes que esperarte -, gritaba mi prima golpeando su ficha contra el tablero.
  - ¡Claro que no!, pueden estar tantas fichas como quieran -, contestaba su esposo, moviendo la suya (su ficha).

Por eso lo más sensato antes de comenzar un juego, sin importar qué tan popular o simple sea, es preguntar sinceramente: “Bueno, ¿ustedes cómo juegan esta vaina?”.

La falta de claridad en los juegos se debe en buena medida a que nadie lee las instrucciones. El librito únicamente se saca de la caja cuando una pelea se está saliendo de control. Y ni siquiera en esos casos se le hace caso al texto (Bueno, ya sabemos para la próxima, pero por hoy terminemos de jugar así).

Mi familia tiene reglas particulares, pero nada como las que se inventan jugando parqués. A un juego tan simple le sacaron dos ramificaciones: Soplar y talar.

Soplar consiste básicamente en acusar a alguien. Cuando un jugador tiene la posibilidad de comerse a un contrario y enviarlo a la cárcel, pero no lo hace, un sapo salta al final del turno, grita “soplo”, toma la ficha y la envía al calabozo, ante la mirada de odio del despistado.

Talar es más complicado. Cuando la sumatoria de los dados es igual al número de casillas que una ficha debe recorrer para llegar a un seguro, el jugador dice “talo”, pone la ficha en el seguro y vuelve a lanzar, como si sacara un par.

Jugar parqués en mi casa era supremamente ágil. Nadie hablaba de ninguna cosa. Lo único que se oía era algo así:

  - Seis. Talo. Siete. Talo. Cuatro. Dele.
  - Once. Talo. Dos. Talo. Ocho. Dele.
  - ¡Soplo! Por bruto.
  - Pero le vuelvo a dar porque saqué par.

Era como seguir la final de un partido de pingpong.

Uno de los juegos con mayor número de reglas familiares es Monopolio. En mis años de experiencia me he encontrado con afirmaciones rarísimas.

  - Cuando ya estás poniendo casas y hoteles y pasas por la salida, no te dan $200, sino $500 -, me dijo una exnovia alguna vez, digamos que se llama María, sacudiéndome en la cara el billete naranja de $500.
  - Eso no es verdad -, dije sonriendo.
  - ¡Sí es verdad! Y si quieres puedes volver a hipotecar una propiedad hipotecada. El banco te da más plata, pero la tienes que poner debajo del tablero.
  - María, eso tampoco es verdad -, le contesté, riendo con fuerza.

Creo que fue ese día cuando conocí la regla del ahorro exagerado.

 - Cuando alguien paga cualquier cosa, una multa, servicios públicos o impuestos, la plata se pone debajo del tablero. Y se la gana el que caiga en la esquina del parqueadero gratis -, me explicó, con voz lenta y didáctica.
  - ¿Qué? Eso no tiene ningún sentido -, le contesté, incrédulo.
  - ¡Claro que sí!
  - ¿Por qué te van a pagar por ir a un parqueadero gratuito? ¿Y por qué te van a dar la plata de los impuestos y de los servicios públicos? Eso se va para el banco. Tú no sabes jugar Monopolio.

Nunca le di la razón, pero para sorpresa mía me encontré con esa regla años después. Al parecer, mi casa era el único lugar donde no se jugaba así.

Ese ahorro exagerado es entretenido, porque cuando el juego está por terminarse el más pobre del tablero cae en el parqueadero y se lleva una montaña de billetes, que dura varios minutos en organizar ascendentemente. Pero la regla también es odiosa, porque vuelve más largo un juego que de por sí es eterno.

¿O me van a decir que siempre que juegan Monopolio terminan la partida?