Thursday, January 27, 2011

Un espresso y una tarjeta

Trabajo desde mi casa. En la comodidad de mi cama. En un ambiente familiar de improductividad absoluta.

Los que alguna vez han tenido esa dicha (o desgracia) saben que el más mínimo ruido puede romper la concentración de un cerebro focalizado. ¡Hasta una mosca puede desacelerar la jornada! Además, un hombre solo en la casa tiene el poder de idiotizarse con pendejadas.

  - Hoy no hice un carajo.
  - ¿Por qué? ¿No estabas inspirado?
  - No es eso. Me la pasé pintando un laberinto en una hoja cuadriculada.

En ocasiones, la música clásica, la buena iluminación y una buena silla no ayudan. Un entorno ideal no es garantía de un día de trabajo eficiente. A veces se necesita cambiar de ambiente, ver gente, tomar café bien hecho, sacudir las cobijas y hasta bañarse.

En esos días me voy al Starbucks más cercano, donde me compro un café de dos dólares que me dura ocho horas. Me siento en una poltrona deliciosa, subo los pies en la mesa, miro la pantalla por encima de las gafas y doy sorbos diminutos. Puede que no sea más productivo, ¡pero me veo súper cool!

Escribo esta entrada desde Bogotá. Por alguna extraña razón mi portátil no reconoce la conexión de la casa en la que me estoy quedando, pero sí identifica otras redes. Por eso, decidí hacer lo mismo que en Estados Unidos: Buscar un lugar con WiFi gratuito.

  - Bienvenido a Juan Valdez, ¿en qué le puedo ayudar?-, dijo una sonriente trabajadora. Digamos que se llama Natalia.
  - Gracias. ¿Tienen WiFi gratis? -, pregunté, señalando la maleta en la que cargo mi portátil.
  - Sí, señor.
  - ¡Qué dicha! Entonces quiero un espresso, por favor.

Dos minutos después, Natalia me entregó el café y una tarjeta plastificada.

  - ¿Y esto? -, pregunté confundido.
  - Es una clave, para que se pueda conectar a Internet. Tiene una duración de 30 minutos -. Yo levanté una ceja y sonreí.
  - ¿Entonces en media hora tengo que comprar algo más?

Natalia no me contestó. Ya estaba atendiendo a otro cliente. Yo di media vuelta y busqué una mesa junto a una toma de corriente (mi batería vieja dura 20 minutos). En segundos estaba instalado. Organicé la carpeta de pendientes e hice un cálculo rápido: Necesitaba estar conectado a Internet entre dos y tres horas.

Me tomé el café con rapidez. Al fin y al cabo, en breve tendría que comprar otro. Treinta minutos después estaba de vuelta en la barra.

  - Bienvenido a Juan Valdez.
  - Gracias. Un espresso y una tarjetica de conexión.

Volví a la mesa, con el café y la clave. Media hora después volví a buscar a Natalia.

  - ¿Espresso y tarjetica? -, me preguntó Natalia.
  - Sí, gracias, gracias. Un espresso, gracias. Y una tarjeta, sí, gracias, gracias.

Corrí hasta la mesa. Trabajé rapidísimo, mientras recreaba el doble bombo de la canción One, de Metallica, por casi media hora. Volví a la barra.

  - Nata. Natica. Natalia. Hola, Nata. Adivina, adivina, adivinaaaaaaa.
  - ¿Espresso y tarjeta? -, dijo la joven, con una expresión de pánico.
  - Sí, jaja, claro, eso, eso. ¿Qué más va a ser? Espresso, expreso, etspretsooo-, grité, con acento italiano, flexionando las muñecas hacia adelante y hacia atrás, juntando las yemas de los dedos.
  - Señor, no está parpadeando.

Pero no la escuché. Corrí por el recinto, levantando las rodillas hasta el pecho, moviendo los ojos independientemente, como un camaleón. Una señora me miró asustada. Yo le contesté con una sonrisa macabra.

  - No voy a dormir en un mes -, le dije, y volví por mi espresso.

Dos cafés después terminé de trabajar, apagué el computador y volví a la barra.

  - Buenas tardes. Quisiera hablar con el administrador -, dije, haciendo un esfuerzo enorme por hablar despacio. Natalia llamó con la mirada a un hombre sonriente.
  - ¿A la orden?
  - El WiFi de ustedes no es gratis.
  - Sí, señor. Es gratis para nuestros clientes.
  - Me lo c-c-cobraron en sueño. P-p-por su culpa sufriré de insomnio hasta morir -, di media vuelta y me dispuse a salir.
  - ¿Señor? -, me llamó el administrador, esforzándose por no reírse. Cuando lo miré de nuevo señalaba una nevera. – También tenemos jugos naturales.

Llegué a la casa y mi portátil reconoció la conexión inalámbrica en un segundo. Te odio, Juan Valdez.

Wednesday, January 19, 2011

Las reglas de la casa

Hace poco jugué Clue por primera vez. Ese juego en el que hay que resolver un asesinato descubriendo la identidad del perpetrador, el lugar del hecho y el arma homicida. ¡Me gustó! Es entretenido. Pero más que el juego me llamaron la atención las peleas de mi familia, pues, como en todo juego de mesa, cada quien tiene sus propias reglas.

  - Si ya estás en una habitación con el que convocaste no puede entrar nadie más. Tienes que esperarte -, gritaba mi prima golpeando su ficha contra el tablero.
  - ¡Claro que no!, pueden estar tantas fichas como quieran -, contestaba su esposo, moviendo la suya (su ficha).

Por eso lo más sensato antes de comenzar un juego, sin importar qué tan popular o simple sea, es preguntar sinceramente: “Bueno, ¿ustedes cómo juegan esta vaina?”.

La falta de claridad en los juegos se debe en buena medida a que nadie lee las instrucciones. El librito únicamente se saca de la caja cuando una pelea se está saliendo de control. Y ni siquiera en esos casos se le hace caso al texto (Bueno, ya sabemos para la próxima, pero por hoy terminemos de jugar así).

Mi familia tiene reglas particulares, pero nada como las que se inventan jugando parqués. A un juego tan simple le sacaron dos ramificaciones: Soplar y talar.

Soplar consiste básicamente en acusar a alguien. Cuando un jugador tiene la posibilidad de comerse a un contrario y enviarlo a la cárcel, pero no lo hace, un sapo salta al final del turno, grita “soplo”, toma la ficha y la envía al calabozo, ante la mirada de odio del despistado.

Talar es más complicado. Cuando la sumatoria de los dados es igual al número de casillas que una ficha debe recorrer para llegar a un seguro, el jugador dice “talo”, pone la ficha en el seguro y vuelve a lanzar, como si sacara un par.

Jugar parqués en mi casa era supremamente ágil. Nadie hablaba de ninguna cosa. Lo único que se oía era algo así:

  - Seis. Talo. Siete. Talo. Cuatro. Dele.
  - Once. Talo. Dos. Talo. Ocho. Dele.
  - ¡Soplo! Por bruto.
  - Pero le vuelvo a dar porque saqué par.

Era como seguir la final de un partido de pingpong.

Uno de los juegos con mayor número de reglas familiares es Monopolio. En mis años de experiencia me he encontrado con afirmaciones rarísimas.

  - Cuando ya estás poniendo casas y hoteles y pasas por la salida, no te dan $200, sino $500 -, me dijo una exnovia alguna vez, digamos que se llama María, sacudiéndome en la cara el billete naranja de $500.
  - Eso no es verdad -, dije sonriendo.
  - ¡Sí es verdad! Y si quieres puedes volver a hipotecar una propiedad hipotecada. El banco te da más plata, pero la tienes que poner debajo del tablero.
  - María, eso tampoco es verdad -, le contesté, riendo con fuerza.

Creo que fue ese día cuando conocí la regla del ahorro exagerado.

 - Cuando alguien paga cualquier cosa, una multa, servicios públicos o impuestos, la plata se pone debajo del tablero. Y se la gana el que caiga en la esquina del parqueadero gratis -, me explicó, con voz lenta y didáctica.
  - ¿Qué? Eso no tiene ningún sentido -, le contesté, incrédulo.
  - ¡Claro que sí!
  - ¿Por qué te van a pagar por ir a un parqueadero gratuito? ¿Y por qué te van a dar la plata de los impuestos y de los servicios públicos? Eso se va para el banco. Tú no sabes jugar Monopolio.

Nunca le di la razón, pero para sorpresa mía me encontré con esa regla años después. Al parecer, mi casa era el único lugar donde no se jugaba así.

Ese ahorro exagerado es entretenido, porque cuando el juego está por terminarse el más pobre del tablero cae en el parqueadero y se lleva una montaña de billetes, que dura varios minutos en organizar ascendentemente. Pero la regla también es odiosa, porque vuelve más largo un juego que de por sí es eterno.

¿O me van a decir que siempre que juegan Monopolio terminan la partida?