Tuesday, July 19, 2011

Accionar el mecanismo

Esto pasó hace unos tres meses, en un viaje a Ciudad de México.

- ¿Ventana o pasillo? -, me dijo la señorita mirando al computador.
- Ventana, por favor -, le contesté, subiendo mi maleta a la balanza, rezando mentalmente para que cumpliera con el peso reglamentario y no me tocara hacer el oso de abrirla frente a todos los otros pasajeros.
- Al parecer todas las ventanas están ocupadas. Esto podría tardar unos minutos.
- No se preocupe. Tómese todo el tiempo que guste, pero póngame en una ventana.

Cuando viajo en avión me gusta quedar junto a la ventana. No para contemplar las montañas o las nubes, ni para asustarme viendo cómo los alerones se ven endebles al momento de aterrizar. Me gusta que me pongan en la ventana para que las señoras no me pasen por encima cuando quieren ir al baño.

¿Saben por qué no dejan entrar líquidos a los aviones? Para que las mujeres, con sus vejigas diminutas, no se la pasen orinando en el avión.

- Listo. Encontré una ventana -, dijo la señorita, sonriendo. - ¿Le molesta que lo ubique en la salida de emergencia?
- No entiendo. ¿Por qué me va a molestar?
- Bueno, porque en caso de emergencia usted sería el responsable por accionar el mecanismo que libera la puerta.

¿Qué? ¿El responsable? Eso no debería ser una escogencia tan informal. Deberían hacer un sondeo previo, para saber quién tiene más capacidad de responder ágilmente en una situación de pánico.

¿Y si me pasmo, como un venado en las carreteras de las películas? Imaginé el avión cayendo en picada, mientras una auxiliar de vuelo me cacheteaba y me zarandeaba clavándome las uñas en los hombros: “¡Reaccione, imbécil! ¡Accione el mecanismo! ¡Nos vamos a moriiiiir!”.

¿Y si en vez de abrir la salida de emergencia le pongo pasador? Imaginé a la misma auxiliar de vuelo tratando por todos los medios de abrir la salida de emergencia, mientras pregonaba mi incompetencia: “¡Atoró el mecanismo! ¡La puerta no se abre! ¡Usted es un imbécil! ¡Nos vamos a moriiiiir!”.

El sueño se difuminó mientras yo trataba de justificar mi ineptitud con frases sin sentido, como “Entiéndanme, no me gusta quedar en el pasillo. Es que las señoras tienen vejigas pequeñas”.

Sería una vergüenza para mi familia que la gente muriera porque no fui capaz de mover una palanca. Y les juro que en un momento crítico a uno se le olvidan las reglas más básicas de la física y el sentido común.

- Señor, mueva la palanca en el sentido contrario a las manecillas del reloj -, y uno jalando para abajo.

Además, las instrucciones más simples y las señalizaciones con flechas se me antojan complicadísimas:

- Es sencillo. Retire el seguro, tire con fuerza de la manija, libere el pasador y gire 45 grados en sentido contrario a las manecillas del reloj.

Mentalmente, tengo un televisor en estática. Creo que si me ponen en la salida de emergencia, ante la necesidad de accionar el mecanismo lo más probable es que grite, como la más femenina de las mujeres: “¡Nos vamos a moriiiiir!”.

Finalmente, me pusieron en la salida de emergencia. Me quedé dormido antes de que el avión decolara, y me desperté cuando ya había aterrizado. ¡Estábamos vivos! No tuvimos ninguna emergencia, pero de haberse presentado, yo habría sido el indicado para salvarlos a todos, por simple ubicación. Era un héroe.

Me bajé del avión con una sonrisa y un aire de superioridad. Incluso, en la fila de la aduana, despeiné a un niño de unos cinco años, cariñosamente, como los superhéroes en las películas, ante la mirada asqueada de su madre (la del niño).

Friday, July 08, 2011

Belleza geográfica

Creo que soy bonito. No tanto como cree mi mamá, pero bonito. De uno a diez soy un siete. Tal vez alguna vez fui un ocho, hace como diez kilos.

No soy despampanante, no detengo el tráfico y nunca nadie me ha ofrecido dinero a cambio de sexo, pero sí he pillado a un par de mujeres mirándome las nalgas y en varias ocasiones me han piropeado. También tengo el ego por las nubes. Eso también influye.

En Colombia soy ligeramente más atractivo que el promedio. Soy de estatura y contextura normal, pero con ese algo que enamora, ese no-sé-qué, no-sé-dónde. ¡No lo digo yo, lo dicen ellas!

Hace un año dejé Colombia y comencé una nueva vida en Estados Unidos. Vivo en Miami, una ciudad reconocida por sus playas, su rumba y la belleza de sus lugareños.

Me encanta esta ciudad, pero la transición no ha sido nada fácil. Extraño mucho a mi familia y a mis amigos, pero hay un factor que ha dificultado mucho más las cosas: En Miami no soy lindo. En Miami soy horrible.

Todo el mundo en Miami es bonito. Las señoras de 40 son MILF y las abuelitas de 60 son GMILF. Las niñas de 14 años en la playa, todas altas, divinas, perfectamente bronceadas, son futuras demandas esperando una borrachera mal llevada.

¿Usted se cree muy lindo en Bogotá? Vaya una semana a las playas del sur de la Florida, y hablamos. ¡Hasta la masculinidad de uno corre peligro! Me he descubierto varias veces mirando hombres paseando por la orilla, y pensando para mis adentros: “¡No joda!, qué tipo tan bueno”.

En mi tierra natal soy un siete, pero acá no paso ni raspando. Acá me rajo, me tiro la habilitación y pierdo el año.

En Miami no soy de estatura normal, sino un enano. En Estados Unidos un tipo como yo (varón, adulto promedio, relativamente sano) mide 6 pies. ¡Eso es un metro ochenta y tres centímetros! Casi nadie en Colombia mide eso.

Además, en Miami no soy de contextura media. Tampoco soy gordo, porque acá la obesidad es un tema fuera de concurso. Acá, simplemente, soy fofo. No salgo a la playa a correr, porque me zarandeo por doquier. No importa cuánto apriete la barriga. Cuando troto, se sacude.

Podría decir entonces que en Miami brillo por mi irrelevancia, pero no es así. Brillo, pero por blanco. En Miami soy inmaculado. Todo el mundo se broncea al menos una vez a la semana. En la playa, en cámaras de bronceo, con cremas especiales, con ungüentos caseros.

Yo, en cambio, si me pongo al sol por cinco minutos quedo como un cono de tráfico.