Friday, September 09, 2011

Volar en primera clase

Hace poco viajé a Houston, Texas, y por primera vez en muchos años no llevé maletas. Siempre llego al aeropuerto arrastrando una tula desbordada de encargos, pero esta vez me di el lujo de llevar una maleta en la espalda, y más na’!

Por eso hice check in en uno de los computadores con pantalla táctil, a un lado del counter de American Airlines.

  - ¿Quieres mejorar tu pasaje para ingresar primero al avión? -, dijo la máquina. O bueno, no lo dijo. Yo lo leí en voz alta, como un idiota.
  - No, gracias -, contesté, también en voz alta. Me cobraban 30 dólares por entrar primero.
  - ¿Quieres ascender de categoría y situarte en primera clase?
  - No, muchas gracias -, dije, sonriendo amablemente. Me cobraban 90 dólares por estar en primera clase.

Tomé mi ‘pasabordo’ y me dirigí a la puerta respectiva. Mientras pasaba los filtros de seguridad pensaba en volar en primera clase. Nunca lo he hecho. ¿Qué tan maravilloso puede ser?

Tal vez es como en las comedias estadounidenses, donde muestran a la pareja que se conoce a 10 mil pies de altura, con copas de champaña desechables y bolsitas con más de cinco maníes.

Tal vez los asientos comodísimos se pueden reclinar hasta quedar totalmente horizontales, y así uno puede cumplir el sueño tonto de ampliar el ángulo obtuso hasta volverlo llano. Estar cada vez más acostado, más y más cómodo, hasta que ya no aguantes tanto confort. ¿Cuál es el límite de la comodidad? ¿Cuál es ese fin nirvánico? ¿Tocar la silla y dormirse automáticamente, soñar algo espectacular y despertar en el instante preciso, con la almohada seca, el pelo perfecto y la camisa planchada?

Tal vez en los televisores privados tienen porno o películas que uno sí quiere ver.

Tal vez la silla de adelante está posicionada a una distancia prudente, y puedes estirar las piernas, algo que al parecer es muy importante para algunas personas (sin rodillas, como la Barbie).

Tal vez las emisoras tienen canciones que sí conoces, y no todas transmiten ese jazz ambiental que enamora a los odontólogos.

Me mataba los sesos en la sala de espera, cuando nos “invitaron” a ingresar al avión.

  - Pasajeros de primera clase -, llamó el señor de la aerolínea. Unos cuantos se pusieron de pie e ingresaron.
  - Si hubiera pagado 90 dólares, estaría entrando en este momento -, dije en voz alta, otra vez, como un idiota.
  - Pasajeros de American Eagle, guachu guachu, blablablá -, no recuerdo exactamente sus palabras, pero se refería a un público intermedio. Todavía no era el turno de nosotros: Los vulgares ‘clase económica’.
  - Si hubiera pagado 30 dólares estaría entrando en este momento -, dije.

Luego nos llamaron por ‘grupos’. El mío fue el último. Pero entonces, como uno de los últimos pasajeros en ingresar al avión, pude ver cuál es el afán de la gente por estar en primera clase.

Si vuelas en primera clase entras primero y te sientan en poltronas comodísimas con espacios exagerados, en la parte delantera del avión, para que todos los de clase económica tengamos que verte. ¡Esa es toda la magia¡ No es la silla, ni el espacio para tus piernas, ni el maní, ni la champaña, ni el porno. ¡Es la cochina envidia!

Pasé junto a una mujer joven, atractiva, que viajaba sola en primera clase. Le sonreí, amablemente, con un mínimo de sugestión. Pero ella me devolvió una sonrisa triste, compasiva, penosa, como si lamentara la diferencia que nos separaba y pensara “siento mucho que tengas que ir a tu puestucho, después de ver este mundo maravilloso”.

Durante el vuelo pensé en un comentario inteligente e hiriente, que la bajara de su nube de mejor estrato y la situara a mi nivel, que le demostrara que los 90 dólares que nos separaban eran una nimiedad. Pero nunca la volví a ver, porque los de primera clase salen primero, y nunca más se cruzan con los del último grupo.