Tuesday, May 14, 2013

El carroñero rehabilitado


Hace casi tres años dejé de fumar. Recientemente, he desarrollado por el cigarrillo una aversión comparable solo con el asco que me produce la leche materna regurgitada.

Fumé por más de quince años cerca de diez cigarrillos diarios. En el ejército fumé más. Bebiendo fumé el doble. Nunca fumé menos.

Las matemáticas son estúpidas, pero podemos hacerlas. Fumé más o menos 55 mil cigarrillos, o 2.750 cajetillas, por un valor estimado de once millones de pesos colombianos (unos 6.300 dólares), a razón de 4 mil pesos la cajetilla, en promedio. Y digo que las matemáticas son estúpidas, porque tras los números vienen los comentarios insulsos.

“Si no hubieras fumado tendrías suficiente dinero para comprarte un carro, o irte de vacaciones a Europa por un mes, o pagar un año de renta, o hacer una especialización”.

No es cierto. Nadie ahorra 6 mil dólares y dice “este es el dinero que nunca me fumé”. Entonces, he dejado de gastar miles de dólares en heroína y cocaína. Los tendría en un banco, pero me los gasté en cigarrillos.

Dejé de fumar porque sí. No me pregunten cómo lo hice, porque no les tengo el dato. Y tras la victoria sobre el vicio vino un odio creciente, que como no puedo volcar insulsamente sobre el cigarrillo físico, lo vierto alegremente sobre quienes lo consumen.

Odio a los fumadores. Incluso a mis amigos y familiares. Odio que salgan a mitad de la reunión a departir en medio del humo, a disfrutar del más insatisfactorio de los vicios. Odio que vuelvan a la reunión entre carcajadas, contando chistes que nos perdimos los no fumadores, e ignorando las historias que relatamos sin esperarlos. Porque, al final, el cigarrillo divide.

Ni siquiera el fumador culto, conocedor de los cigarros más exquisitos, me inspira respeto. Su discurso erudito se pierde en el vaho que le emana de la faringe y en la crapulencia de sus dientes amarillos e incompletos.

Los fumadores saben que el cigarrillo los mata, y no hacen nada al respecto. Eso todos lo sabemos. No hay comercial de televisión o fotografía de enfisema pulmonar que convenza a un fumador de dejar el cigarrillo. Eso también lo saben los fumadores.

Sentarse a convencer a una persona de que deje de fumar es darle la oportunidad de citar políticos, escritores, el glamour, las tradiciones. ¿Qué son unos millones de víctimas al lado de la posibilidad de fumar? ¿Qué es la muerte ante la opción de botar humo por la boca?

He estado en dos intervenciones, y en las dos he preferido apartarme del debate. No doy mi posición, ni siquiera como exfumador. Me limito a sentarme cerca de ellos, a tomarlos de las manos y mirarlos a los ojos. A decirles, sonriente y susurrante, junto a la máscara de oxígeno, “me das un asco increíble”, antes de salir a buscar un taxi que me aleje de la tristeza colectiva que convoca el enfermo.

Al final no quiero que dejen de fumar. Cuando odias algo no le deseas lo mejor, sino lo peor. Sonrío cada vez que encienden un cigarrillo. Me froto las manos y bajo la cabeza, sin dejar de sostener la mirada. Oigo mi demonio interno riendo: “Eso es. Uno más. Ya nos acercamos al detonante. Inhala. Exhala”.

- María, la boca te huele a mierda-, le dije a alguna exnovia después de que apagó un cigarrillo.
- ¡Cómo eres de exagerado! Tú también fumabas y entonces no te quejabas-, exhaló.
Y me parece increíble que alguien hubiera tenido la osadía de darme un beso-.

La boca de María no sabía a cenicero o a humo. Sabía a mierda.