Lo más difícil de vivir solo es
administrar la nevera.
El
ciclo comienza con una iniciativa. Un día, uno decide que deber comer mejor,
porque esa no es forma de vivir, y uno a los treinta y tres ya no está en edad
de solucionar todo con sándwiches de jamón y queso.
Hay
que bajarle a la comida de la calle y aprender a hacer mercado. No leche,
huevos y pan, sino mercado: Lechuga, tomate, granos, verduras y frutas.
Un domingo se ve uno en el
supermercado manoseando duraznos sin tener la más mínima idea de cómo diferenciar
los buenos de los malos. Y uno habla solo. No mentalmente, sino en voz baja, en
un modo casi reflexivo.
- Esas peras están muy
amarillas. Mejor me devuelvo por los duraznos. No. Mejor no. Los duraznos se me
apichan en dos días. O mejor uvas. No, uvas no. Esas bolsas son muy grandes.
Mandarinas. Una malla de mandarinas y sanseacabó-.
Si uno llama a la mamá queda como
un imbécil, hablando en diminutivos y en un ambiente frutal.
- Mami, ¿cómo es un
durazno maduro?-.
- Pues blandito-.
- ¿Y un durazno podrido?-.
- Más blandito-.
- ¿Entonces? ¿Qué tan
blandito es maduro y qué tan blandito es podrido?-.
- Pues blandito blandito
ya es podrido. Más bien lleva poquitos-.
- ¿Y si se pasan?-.
- Pues haces jugo-.
Imposible. Nunca un hombre que
vive sólo ha abierto la nevera y ha dicho: “Uy, esa guanábana está apenas para un
jugo en leche” ¡Jamás!
A los ojos masculinos las frutas se
dejan ver en tres estados: 1) Verdes; 2) En el punto exacto para comer YA MISMO,
o 3) Podridas, con cultivo microbiótico, hongo blancuzco y pelusa aguamarina.
La carrera contra la nevera es en
realidad una contrarreloj. Uno come lo que se esté pudriendo; luego hace
mercado y compra menos cosas de lo mismo que le queda en la casa; organiza
nevera, poniendo lo nuevo atrás y lo viejo adelante, y así vive uno, comiendo
viejo y paseando comida por la nevera.
Mi primera derrota en la carrera
contra la nevera se materializó en una ensalada. Me dejé alcanzar por el
mercado y tocó resetear. Con esmero piqué el tomate arrugado, la cebolla seca,
la lechuga negra, la zanahoria vieja y el apio baboso. Salpimenté (verbo magistral),
chorrito de balsámico, otro de aceite de oliva, trocitos de pollo a la plancha
y nueces molidas. Fue, fácilmente, la ensalada más asquerosa que he probado en
mi vida.
Porque ante la derrota no se hace
ensalada de nevera. Se hace sopa de nevera. Se echa todo picado en una olla, sal,
agua, media libra de pasta, un padrenuestro y estuvo la comida… y el desayuno, el
almuerzo y la otra comida.
Y vuelve uno al mercado,
convencido de que ya entendió el ritmo y ya sabe cuánto dura un tomate, pero
termina dos horas después con todo porcionado en bolsas ZipLoc en el
congelador, bolsas que se escarchan con las semanas y se convierten en ingredientes
sorpresa que uno trata de descifrar, al tacto o a contraluz.
- ¿Qué es esta porquería? ¿Mollejas? ¿Pescado?
¿Patas de pollo? ¿Cocinadas o Crudas? ¡Dios mío, no más!
Vuelve uno a hacer sopa de nevera,
y termina comiendo en la cama y en calzoncillos un menjurje inmundo, un pegote de arroz, pasta, garbanzos, pollo y pescado, en la más infame materialización
del fracaso hecho hombre. Lava uno la loza a regañadientes, promete nunca
intentarlo de nuevo y vuelve al régimen de la pizza y los sándwiches.
Hasta que un día se ve uno en el
espejo la barriga, la arruga que hace la panza sobre la pelvis y la ilusión óptica
‘flacidez estomacal versus elongación del pene’. El efecto es contundente y uno
decide que deber comer mejor, porque esa no es forma de vivir, y uno a los
treinta y cuatro ya no está en edad de solucionar todo con sándwiches de jamón
y queso.