Tuesday, November 18, 2014

Sopa de nevera

Lo más difícil de vivir solo es administrar la nevera.

El ciclo comienza con una iniciativa. Un día, uno decide que deber comer mejor, porque esa no es forma de vivir, y uno a los treinta y tres ya no está en edad de solucionar todo con sándwiches de jamón y queso.

Hay que bajarle a la comida de la calle y aprender a hacer mercado. No leche, huevos y pan, sino mercado: Lechuga, tomate, granos, verduras y frutas.

Un domingo se ve uno en el supermercado manoseando duraznos sin tener la más mínima idea de cómo diferenciar los buenos de los malos. Y uno habla solo. No mentalmente, sino en voz baja, en un modo casi reflexivo.

 - Esas peras están muy amarillas. Mejor me devuelvo por los duraznos. No. Mejor no. Los duraznos se me apichan en dos días. O mejor uvas. No, uvas no. Esas bolsas son muy grandes. Mandarinas. Una malla de mandarinas y sanseacabó-.

Si uno llama a la mamá queda como un imbécil, hablando en diminutivos y en un ambiente frutal.

 - Mami, ¿cómo es un durazno maduro?-.
 - Pues blandito-.
 - ¿Y un durazno podrido?-.
 - Más blandito-.
 - ¿Entonces? ¿Qué tan blandito es maduro y qué tan blandito es podrido?-.
 - Pues blandito blandito ya es podrido. Más bien lleva poquitos-.
 - ¿Y si se pasan?-.
 - Pues haces jugo-.

Imposible. Nunca un hombre que vive sólo ha abierto la nevera y ha dicho: “Uy, esa guanábana está apenas para un jugo en leche” ¡Jamás!

A los ojos masculinos las frutas se dejan ver en tres estados: 1) Verdes; 2) En el punto exacto para comer YA MISMO, o 3) Podridas, con cultivo microbiótico, hongo blancuzco y pelusa aguamarina.

La carrera contra la nevera es en realidad una contrarreloj. Uno come lo que se esté pudriendo; luego hace mercado y compra menos cosas de lo mismo que le queda en la casa; organiza nevera, poniendo lo nuevo atrás y lo viejo adelante, y así vive uno, comiendo viejo y paseando comida por la nevera.

Mi primera derrota en la carrera contra la nevera se materializó en una ensalada. Me dejé alcanzar por el mercado y tocó resetear. Con esmero piqué el tomate arrugado, la cebolla seca, la lechuga negra, la zanahoria vieja y el apio baboso. Salpimenté (verbo magistral), chorrito de balsámico, otro de aceite de oliva, trocitos de pollo a la plancha y nueces molidas. Fue, fácilmente, la ensalada más asquerosa que he probado en mi vida.

Porque ante la derrota no se hace ensalada de nevera. Se hace sopa de nevera. Se echa todo picado en una olla, sal, agua, media libra de pasta, un padrenuestro y estuvo la comida… y el desayuno, el almuerzo y la otra comida.

Y vuelve uno al mercado, convencido de que ya entendió el ritmo y ya sabe cuánto dura un tomate, pero termina dos horas después con todo porcionado en bolsas ZipLoc en el congelador, bolsas que se escarchan con las semanas y se convierten en ingredientes sorpresa que uno trata de descifrar, al tacto o a contraluz.

 - ¿Qué es esta porquería? ¿Mollejas? ¿Pescado? ¿Patas de pollo? ¿Cocinadas o Crudas? ¡Dios mío, no más!

Vuelve uno a hacer sopa de nevera, y termina comiendo en la cama y en calzoncillos un menjurje inmundo, un pegote de arroz, pasta, garbanzos, pollo y pescado, en la más infame materialización del fracaso hecho hombre. Lava uno la loza a regañadientes, promete nunca intentarlo de nuevo y vuelve al régimen de la pizza y los sándwiches.

Hasta que un día se ve uno en el espejo la barriga, la arruga que hace la panza sobre la pelvis y la ilusión óptica ‘flacidez estomacal versus elongación del pene’. El efecto es contundente y uno decide que deber comer mejor, porque esa no es forma de vivir, y uno a los treinta y cuatro ya no está en edad de solucionar todo con sándwiches de jamón y queso.