Wednesday, December 29, 2010

El baño de la universidad

Las mujeres van al baño acompañadas, pero si a uno se le ocurre hacer esa gracia con un amigo, lo tildan de gay. Hoy debo aceptar que en mis años de universidad era todo un plan ir con mi mejor amigo al baño. ¿Muy gay? ¡Pues de malas si no les gusta!

Si las mujeres en su estado natural sincronizan vejigas, los hombres enguayabados sincronizamos intestino. Básicamente, un grupo de borrachos amanecidos es una bomba de tiempo.

El día siguiente a una borrachera nos echábamos en el pasto de la universidad, cual ganado, hasta que la sincronización tenía lugar.

- Bueno, mi querido compañero. ¿Edificio D, segundo piso?
- Listo. ¿Tenemos cigarrillos?
- Tenemos.

Valoraba muchísimo que no discriminaban a los fumadores en los baños de la universidad. Recuerdo que en los contenedores del papel higiénico había una ranura para poner el cigarrillo, lo que constituía una oportunidad perfecta para combinar dos placeres corporales en un mismo espacio.

Pero mejor que la posibilidad de fumar en el baño era la existencia de un área exclusiva, un inodoro VIP, un lavabo preferencial. Me refiero al baño destinado específicamente para las personas con alguna inhabilidad física. Era del tamaño de una habitación, tenía lavamanos personal, baranda para apoyar los brazos y espacio suficiente para estirar las piernas. Incluso tenía un espejo, convenientemente (¿o inconvenientemente?) ubicado frente al inodoro.

- Bueno, mi querido compañero… -, dije un día, sacudiéndome el pasto del pantalón.
- No, muchas gracias -, me interrumpió mi amigo-. Yo ayer no me emborraché. Hágale usted solito.
- Listo, entonces me voy para el baño privado.

La experiencia era celestial. Piernas estiradas, cabeza recostada, cigarrillo encendido, Coca Cola helada en la mano. En ese estado nirvánico el tiempo parece detenerse. En un parpadeo noté que llevaba más de quince minutos en posición de relajación, concluí y me dispuse a salir.

Cuando abrí la puerta me encontré con una terrible sorpresa.

Un estudiante de Derecho esperaba mi salida, a pocos centímetros de la puerta, apoyado en dos incómodas muletas, con una pierna enyesada desde el fémur hasta el talón.

Yo lo miré con pena.
Él me miró con odio.
El baño le pertenecía a él y no a mí.
Él padecía una dolencia evidente y yo saqué provecho de su espacio.

Ante la vergüenza sólo se me ocurrió la más ridícula de las vías de escape… salir del baño cojeando, simulando una inhabilidad.

- ¡No sea tan imbécil!-, dijo el futuro abogado. – ¡Usted no tiene nada!

Salí caminando rápidamente, tratando de aguantarme la risa, con una vergüenza casi tan grande como mi relajación intestinal.

Wednesday, December 22, 2010

La novena de aguinaldos

No recuerdo cuándo fue la última vez que recé la novena completa, es decir los nueve días antes de navidad. Siempre se me olvida un día o me quedo dormido. Al final rezo una octava o una séptima, pero nunca una novena.

¿Cuántos pueden decir que rezan la novena completa? Creo que muy pocos. Por eso nunca se tiene claro qué consideración se debe leer (¿Hoy es día quinto o sexto?).

Mis tíos y hermanos mayores siempre me comprometen con antelación, con citas que ellos consideran tan tradicionales como el pesebre: “Mijo, no se le olvide que la antepenúltima noche siempre es en mi casa”. “Acuérdese de que el viernes antes de navidad es donde la abuela”. Luego me reclaman cuando falto a alguna: “¿Cómo así que no sabías? ¡La novena del 19 toda la vida se ha rezado en mi casa!
.

Sentarse en torno al pesebre a rezar la novena es una tradición que me encanta, debo decirlo. Pero no sólo por su carácter festivo o familiar, sino por ver las diferentes personalidades que afloran: La tía devota que no lee sino que grita; la novia de algún primo, que nunca había rezado una novena en su vida y se esfuerza por leer
Adonaí y Prosternado; la señora que pide cantar decenas de villancicos, y el primo que sabe tocar guitarra y lo ponen a aprenderse el “ven, ven, ven” y el “Antón tiruriru riru”.

¡Arranca la novena! En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, Amén. Benignísimo Dios de infinita caridad… Más o menos a los treinta segundos uno identifica si está leyendo la novena tradicional.

Cuando hablo de la novena tradicional no me refiero al librito viejo, amarillento y descuadernado, o a la libreta roja de Bancoquia que incluye la receta para hacer buñuelos. Me refiero a la novena de toda la vida, la que dice “amasteis”, no “amaste”. La que dice “vosotros”, no “ustedes”.

Uno se sabe de memoria las oraciones de la novena tradicional. Al menos la oración para todos los días y las de María, José y el Niño Jesús. Personalmente, podría recitar los gozos, pero si me soplan el primer verso.


¡Ustedes también pueden! Vamos a hacer la prueba. Completen los gozos. ¿Listos? Va.

Del débil auxilio…
Véanme tus ojos...

¡Oh! raíz sagrada...

¿Vieron? Nos sabemos los versos de memoria porque nos los aprendimos sin entenderlos.


La novena es, supuestamente, una actividad familiar y de júbilo, pero todos parecen esforzarse para que termine rápido. La mayoría hace (hacemos) fuerza para que después de la oración a la Virgen haya tres y no nueve Avemarías. Algunos incluso creen que van a salvarse de cantar villancicos.

En mi casa nunca tuvimos ese positivismo. Los villancicos eran más importantes que la novena en sí misma. Mi mamá llevaba a la casa de turno hojas fotocopiadas de un listado con al menos 30 villancicos, de los cuales había tres o cuatro conocidos. Nadie se paraba de la sala hasta que los cantábamos todos.

Thursday, December 02, 2010

Disimilitud decembrina

En diciembre, la casa de mi tío parece una tienda de temporada. Hay un juguete navideño por metro cuadrado de superficie y un promedio de tres elementos decorativos en la dirección que se mire. En la fachada de la casa y en el patio hay suficientes luces como para trazar una pista de aterrizaje.

Por supuesto, una decoración así debe ir acompañada por un pesebre deslumbrante. Lamentablemente ya no se encuentran en el mercado los nacimientos de mi época, con piezas individuales de cada uno de los protagonistas, como figuras de acción. Ahora los pesebres son unidades con todos los muñecos pegados a una base.

¡Qué mal! Parecen más un centro de mesa o un bodegón.

En mi época armar el pesebre era tan divertido como armar el árbol. Poníamos espejitos que simulaban un lago para los patos, hacíamos ríos de papel aluminio que nacían en la pared y desembocaban en la baldosa, despedazábamos icopor para simular nieve y durábamos horas tratando de parar las ovejas. Recuerdo que les enterrábamos las patas en una tela inmunda que llenaba la casa de motas verdes hasta febrero.

Más que un proceso era toda una aventura. Con mi hermana sacábamos del sótano las cajas marcadas con el rótulo “Pesebre” y siempre nos encontrábamos con alguna figura rota.

- ¿Cómo carajos se rompió el pastorcito? ¡Lleva todo el año guardado! ¡Yo mismo lo guardé hace un año!

Cuando no podíamos arreglar las piezas dañadas, ¿botábamos las figuras restantes y comprábamos un pesebre nuevo? ¡No señor! Completábamos las vacantes con retazos de pesebres que se les habían descompletado a otros familiares y amigos.

Por eso los pesebres de nuestra infancia tienen dimensiones extrañas. En mi casa, particularmente, un rey mago era diez veces más alto que los demás y el Niño Jesús era más grande que Su Madre (María, por supuesto). En una navidad tuvimos un pesebre con cuatro reyes magos, y ninguno era negro.

El pesebre de la casa de mi abuela materna era diferente, aunque también tenía problemas de proporcionalidad. Era diferente porque era intocable. Su fragilidad a los ojos de la abuela le otorgaba un carácter divino.

Pero los mejores pesebres no fueron los racistas de mi casa, con cuatro reyes magos blancos. Tampoco los de mi abuela, con ese halo místico y prohibitivo.

Los mejores eran los pesebres en los que era evidente la colaboración de los niños: Los que tenían un grupo de soldaditos escalando por la tela motosa, un Batman escondido en la villa, totugas ninjas en el lago, un helipuerto en medio de las ovejas y, por supuesto, el más anticristiano de los símbolos navideños: Papá Noel.