El debate
de la igualdad de derechos se tomó la agenda mundial. En los últimos años, en
todos los países, la pregunta ha escalado hasta las máximas instancias jurídicas:
¿Pueden casarse los gays?
Todos
caemos en el debate. En las fiestas, en las reuniones familiares, en un café
con los compañeros de trabajo, aprovechamos cualquier oportunidad para dar un
discurso preparado, una opinión cimentada en la repetición de la repetidera.
Salen los
de siempre, a defender la moral de la familia. Y la contraparte, a abogar por
la igualdad de derechos. Pero al final no podemos hacer más que eso: opinar. No
está en nuestras manos, y a la mayoría nos afecta de forma tangencial. Muchos tenemos
amigos o familiares gays, pero más allá de ese deseo de que puedan o no puedan
hacer lo que hacemos los heterosexuales, no hay más. Nos encantaría que fuera
distinto, y sentar un precedente cambiando la foto de Facebook, pero la
realidad es otra. La teoría del granito de arena se queda en un puñado de polvo.
¿Qué tanto se
influye a las altas cortes twiteando “Yo apoyo el matrimonio gay”? No mucho. Además,
no hay sorpresas en ese apoyo irrestricto. Son los mismos con las mismas. El
católico acérrimo, citando la Biblia. La hippie demócrata a favor del aborto, gritando
“Legalize love”. La gente que cambia
su foto de perfil por la imagen rosada o el arco iris de turno es la misma que
siempre se ha mostrado a favor de esa causa.
¿Pero cuántos
adeptos han ganado? ¿A ver los conversos? Esos no se hacen notar. Deberían
contarse únicamente las personas que antes estaban a favor del matrimonio gay y
cambiaron de opinión, y viceversa.
Otro
aspecto que le falta al debate es oposición desde la otra orilla. ¿Dónde están
los gays en contra del matrimonio gay? ¡Tiene que haberlos! Personas sapientes,
que después de mucho leer y analizar los índices de divorcio y la alta
frecuencia con la que uno se topa con matrimonios de mierda, digan “Muchachas, ¿saben
qué? Nos estamos tratando de subir al Titanic. Mejor quedémonos así, solteritas”.
Pero la
mayoría muere por comprar acciones en la empresa con 50% de probabilidad de fracaso;
por dejar de salir con sus amigos, porque otro hombre los espera en casa, haciendo
mala cara; por cambiar la emoción del noviazgo por la malévola e inevitable rutina
de los casados.
¿Saben por
qué tienen tanto afán de casarse? Porque no tienen amigos gays que les hablen
de lo difícil que es el matrimonio. No tienen punto de referencia. No tienen
índices de divorcio gay.
¿Y saben a
qué se debe, en buena medida, la alegría que tanto esbozan en sus desfiles y
fiestas? A que nunca se han casado. ¿Creen que tendrán el mismo permiso de irse
a desfiles de orgullo gay, una vez contraigan nupcias? No, señores. Irán a
reuniones de matrimonios gay. Y reunión de matrimonios que se respete es
aburridísima
“Díganle
unión civil, no matrimonio”, dicen los tibios, en un intento cobarde por
defender un vocablo, y nada más que eso.
Tal vez, y
sólo tal vez, deberían hacerles caso. ¿Cuál es el afán de llamarse matrimonio? En
Colombia, un matrimonio es la unión navideña de una botella de vino espumoso y
una caja de galletas. En Puerto Rico, un plato de arroz blanco y habichuelas. En
España, una tapa de aceitunas con boquerones. ¿Por eso está peleando? ¿Por el
calificativo?
Vamos,
muchachos. Son mejores que eso. Ustedes están para cosas más grandes.
No
pidan, que corren con tan mala suerte de ser escuchados. ¿Quieren matrimonio
gay? ¡Bien puedan! Pero después no se quejen. Deberían darle gracias a Dios que
no se pueden casar.