Friday, February 25, 2011

El vegetarianismo y el cuerpo humano

Hace un par de meses tuve un ataque de sostenibilidad y cuidado del planeta, y pensé seriamente en volverme vegetariano. ¿Qué tan difícil puede ser reemplazar la carne por más verdura? Luego supe que el asunto es complicado para el cuerpo humano. También supe que el cuerpo humano es un estúpido.

Después de la cena de año nuevo me desplomé en una poltrona, con el pantalón medio abierto y el botón de la mitad de la camisa en una posición de tensión amenazante. Me recliné sobre el espaldar y respiré pausadamente, tratando de que las cuatro libras de carne de cerdo que había engullido fluyeran por mi anatomía.

  - Ahora sí – dije, tratando de no infartarme. – Me voy a volver vegetariano.
  - ¿Pero vegetariano de verdad?-, dijo la anfitriona de la espectacular cena -. Porque yo fui vegetariana por varios años, y no es nada sencillo.

Me explicó que existen varios tipos de vegetarianos, dependiendo de las licencias que se otorgan, sobre todo con el consumo de huevos y leche. Incluso, algunos pecan con media lata de atún, muy de vez en cuando.

  - Yo, por ejemplo, era ovo-lacto-vegetariana. Es decir, tomaba leche y comía huevos. Eso hace el compromiso más llevadero, porque ser vegetariano estricto es casi imposible.
  - ¿Y por qué? -, pregunté, con la boca llena, mientras limpiaba los restos de grasa de una cacerola de chicharrones con una tajada de pan.
  - Porque tú nunca lo has intentado y tu cuerpo está acostumbrado a una dieta con mucha carne. También porque muchas cosas tienen grasa animal: Algunos vegetales fritos, muchas bebidas, salsas, etc.

Esa noche me abrieron los ojos. Yo creía que los vegetarianos estaban en contra del consumo de animales que habían sido sacrificados, porque las condiciones de los mataderos normalmente implican sufrimiento para las bestias. Pero resulta que los vegetarianos estrictos están en contra del sufrimiento del animal, aunque éste no muera.

  - ¿Has visto alguna vez cómo las grandes compañías tienen a las pobres gallinas en esos galpones, poniendo huevos como máquinas? -, me dijo, señalando un lugar lejano e indefinido.
  - No.
  - ¿O cómo tratan a las vacas en los ordeños?
  - No. Tampoco.
  - El vegetarianismo estricto rechaza todos los alimentos provenientes de animales.

Días después estaba haciendo mercado, cuando vi un producto que se ganó toda mi atención: Huevos vegetarianos. No me refiero a esa porquería de polvo que los estadounidenses mezclan con agua y leche, sino a huevos de verdad, en caja de doce unidades.

Ante mi cara de incredulidad, un familiar se acercó y me rapó de las garras de la ignorancia.

  - ¡Pendejo, pues muy fácil! Las gallinas no sufren en galpones para ponerlos. Son huevos campesinos -, dijo mi tío, señalándome el envase que tenía en las manos.
  - ¡Ah, claro! Eso lo explica todo. Tal vez estos los pueden comer hasta los vegetarianos estrictos.
  - Y me imagino que tampoco les modifican el ciclo de puesta-, agregó, tomando el empaque en sus manos y dándole vueltas, como si le buscara las instrucciones a un juguete.
- ¿El ciclo de puesta? -, pregunté.

Me explicó que las gallinas tienen un ciclo básico. Durante ocho días, aproximadamente, ponen un huevo diario. Pero en los galpones las dejan a oscuras por un par de horas, y cuando les prenden la luz las gallinas creen que es un nuevo día y ponen otro huevo. Un huevo a las malas. Un huevo no vegetariano. En contra de su ciclo natural.

  - ¡Gallinas estúpidas!, dije, devolviendo los huevos a su puesto y dirigiéndome al sector de carnes.

Pero luego recordé dos instancias específicas que demuestran que el cuerpo humano se deja influenciar por estupideces como esa. Al final, somos tan básicos como las gallinas.

Primera.
  - Mamá, no puedo dormir. Llegué en la madrugada y no lo logro. Llevo una hora dando vueltas en la cama.
  - Cierre las cortinas, mijo, y verá que se duerme en un momentico.
¡Por supuesto! Voy a engañar a mi cuerpo con la penumbra. Mi organismo creerá que es otra vez de noche.

Segunda.
  - Doctor, he tenido problemas para “sacarme leche”-, le dice la madre primeriza al pediatra.
  - ¿Ha intentado con una foto del bebé? -, contesta el doctor.
  - No. ¿Cómo es eso?
  - Pues simple, mi señora. Cuando esté con la bomba puesta mire una foto de su hijo. Eso estimula al cuerpo para que produzca más leche.
¡Pero claaaaro! Ver una foto de un bebé es lo mismo que tener al bebé en los brazos. ¿En serio? ¿Engañamos a nuestro cuerpo con tanta facilidad?

No me cabe en la cabeza que nuestro cuerpo responda a estímulos tan animales. En definitiva, no somos mejores que un galpón. ¡Y yo que pensaba volverme vegetariano!

La próxima vez que vea a ese súper profesional con maestría, Ph.D. y doctorado, le daré la mano con firmeza y pensaré: “Doctor, si por casualidad se emborracha en este coctel, prometo meterle la mano en agua caliente y ver como su estímulo responde con una monumental orinada en los pantalones”.

Thursday, February 10, 2011

Trauma de infancia, Volumen I

Hace un par de semanas mi mamá revivió uno de los recuerdos más impactantes de mi infancia. Un recuerdo que se agazapaba en lo más recóndito de mi memoria, pero que constituye la silenciosa raíz de una tara odiosa y negativa.

Mi mamá se cansó de la ciudad, el ruido, los trancones y la contaminación. Por eso, hace unos meses se fue a vivir al campo. Cuando les digo eso a mis amigos se imaginan a mi mamá de vacaciones en tierra caliente, acostada en una hamaca a la sombra de un platanal, con un coctel en la mano, a escasos metros de una piscina, leyendo algún libro de papá retirado, como La Rebelión de las Ratas, o cualquiera de las novelas de Isabel Allende.

En realidad, mi mamá no vive en una casa de recreo. Vive en el campo. En una finca con un galpón de gallinas ponedoras, con conejos, curíes, cabras, vacas y patos. Con una huerta y un semillero. Con un lago artificial lleno de mojarras y cachamas.

Cuando fui a conocer su casa me preparó un sancocho con pollo campesino en una olla gigante, puesta sobre una parrilla que alguna vez fue una reja o un portón, en una estufa de ladrillos y madera seca. No recuerdo haberme comido un sancocho más bueno.

Por supuesto, este cambio de ambiente representa para mi mamá una vida llena de nuevos desafíos y satisfacciones, pero sus altibajos son muy diferentes a los que sufrimos los autómatas citadinos: Mi mamá ya no habla de sus preocupaciones de plata, de las vecinas, del frío, de los trancones o de la inseguridad. Ahora, sus problemas parecen sacados de un cuento de los Hermanos Grimm.

  - Un conejo se coló en la huerta y se me comió los rábanos -, me contó en tono preocupado, mientras caminábamos por la orilla del lago.
  - ¡Terrible! -, dije sonriendo. – Supongo que se va a disparar el precio del rábano en el país.

Después caminamos alrededor de la finca y llegamos a un cercado lleno de flores y plantas silvestres, donde me mostró cómo estaba recuperando un orquideario. Yo sonreía mentalmente y me alegraba por ella y por su nueva vida.

  - ¿Un cafecito? -, dijo mi mamá, rompiendo la burbuja idílica y borrando de la escena la banda sonora del Profesor Yarumo.

Pocos minutos después estábamos en la casa, vertiendo el café en los pocillos. Mi mamá me contó que lo habían secado y molido en una finca aledaña.

  - Huélelo. ¿Sí ves? ¡Totalmente diferente al café que uno compra en la tienda!

De pronto, mi progenitora estiró la mano hacia la estufa, tomó un perol lleno de leche caliente y lo acercó peligrosamente hacia mi delicioso café campesino.

  - ¡Momento! ¿Qué vas a hacer? -, le dije, poniendo una mano sobre el pocillo, protegiendo el café.
  - Te voy a echar un poquito de leche. ¡Leche campesina! Ordeñada esta mañana.

Yo estiré el cuello tratando de ver el contenido del perol. Ella estiró el perol hacia mi pocillo…Y entonces la vi. Arrugada, espesa, grasosa. Flotando sobre la leche recién ordeñada. Una membrana cuarteada. Un remanente asqueroso.

  - ¡Mamáaaa, guácala! ¡Una nata! -, grité, protegiendo mi café.
  - ¡Eso no tiene nada! ¡Deja el escándalo! -, me contestó, burlándose de mi asco y amagando con echarle leche a mi pocillo.

Inmediatamente después, respondiendo a un impulso ejemplarizante, metió en la leche los dedos pulgar e índice de la mano que tenía libre, extrajo varios centímetros de esa cuajada inmunda, volcó la cabeza hacia atrás y dejó caer en su boca la nata colgante.

  - ¿Ves? –, me dijo, con un gesto de satisfacción. – Eso no tiene nada.

En realidad, el recuerdo original tiene más de veinticinco años. Un día, mi mamá preparó el desayuno mientras todos arreglamos la mesa. Después de hervir la leche, alguno de mis creativos hermanos sacó una nata enorme, la puso en un plato pequeño y la llevó a la mesa. Entre los cuatro hermanos mayores se disputaron el manjar y lo trataron de untar sobre el pan, como si fuera mantequilla.

  - ¡Qué delicia! Esa nata es mía.
  - No, es mía.
  - No, mía.
  - Mía.

El asco me atormenta. No lo he superado.

Saturday, February 05, 2011

La peor empresa del mundo

Tenía unos ocho años cuando mi mejor amigo me propuso una idea infalible para un negocio:

  - Vamos a vender Tang y Frutiño en el parque -, me dijo Tomás (supongamos que se llama así), envolviéndome con un brazo y dibujando un arco en el aire con su mano libre.
  - ¿En cuál parque?
  - ¡En el que queda al frente!
  - Ajá. ¿Y a quiénes les vendemos Tang y Frutiño?
  - Pues a todos los niños que salen a jugar fútbol.

Supongo que la idea surgió de algún programa estadounidense en el que un niño vendía limonada en el andén frente a su casa, en una mesa con mantel de cuadros, con jarras inmaculadas llenas de cubitos de hielo y un tierno letrero hecho con una caja de cartón, todo bajo la sombra de un esplendoroso cedro.

Me pareció una iniciativa genial, y en pocos días nos hicimos a los insumos. Mi mamá nos prestó una mesa pequeña y un mantel. No era una mesa muy bonita, ni el mantel era de cuadros, pero las dos cosas servían.

La jarra que mi amigo sacó de su casa tampoco era muy agradable: Era uno de esos recipientes cafés o verdes que las mamás con el paso de los años usan para remojar la ropa. La mayoría de los vasos, otrora contenedores de mermelada, estaban desportillados.

El día del lanzamiento madrugamos. Llegamos al parque como a las ocho de la mañana y nos instalamos en un rincón estratégico. Mientras acomodábamos los vasos, Tomás, cerebro de la empresa, sentenció la razón social:

  - Frutitang. Como vamos a vender Frutiño y Tang, pues nos llamaremos Frutitang -, dijo orgulloso, como si hubiera desarrollado toda una campaña informativa y publicitaria.
  - ¡Genial! Fruti, de Frutiño -, contesté emocionado.
  - Y Tang, de Tang -, complementó Tomás.

Comenzó la jornada. Nos sentamos frente a la mesa con la jarra helada, pero nadie salió a jugar fútbol. Inmersos en nuestra soledad hablamos de todo lo que lograríamos con Frutitang, de cómo llegaríamos a otros parques del barrio y de cómo diversificaríamos el negocio.

  - Podemos vender otras cosas, para que nos compren Tang -, dijo Tomás, arrancando pedacitos de pasto.
  - ¿Cómo así? - , pregunté, cansado, después de varias horas de estar sentado y no haber visto un solo niño.
  - Por ejemplo, papas picantes. Si alguien las compra se va a picar y tendrá que tomar algo. Entonces, primero le vendemos las papas y después le vendemos el Tang.

A medida que el día transcurría Tomás desarrollaba estrategias increíblemente ridículas, mientas yo, sediento, miraba el hielo derretirse en la jarra de Tang. Cerca del medio día mi prudencia se resquebrajó.

  - ¿Puedo tomar un poquito? -, pregunté.
  - ¡No! Es para venderle a los niños que juegan fútbol.
  - Pero no hay nadie jugando fútbol, tengo sed y esto está muy aburrido -, dije con la voz quebrada, acostándome en el pasto.

Pocos minutos después enfrentamos la realidad y recogimos todo. Tomás subió a su casa los vasos y la jarra rebosante de Tang. Yo llegué a la mía cargando la mesa y el mantel.

  - ¿Cómo les fue? -, preguntó mi mamá.
  - Mal.
  - ¿Por qué? ¿Qué pasó?
 

Quise contestarle que no había pasado nada. Absolutamente nada. Ni un cliente, ni un niño con un balón, ni un cochino perro. Pero me quedé callado.

Cuando guardé la mesa en la cocina me asomé por la ventana y vi a un grupo de niños con un balón, armando las canchas de fútbol con los sacos que tenían amarrados a la cintura. Por supuesto, mi reflejo fue bajar corriendo al parque, pero no a ofrecerles los servicios de Frutitang, sino a preguntarles si me dejaban jugar.

Llegué casi al mismo tiempo que Tomás.

  - ¿Viste? Les pudimos haber vendido Tang ,- dijo Tomás.
  - Hagamos una cosa -, le contesté, con todo el poder de mi lógica infantil -. Si al final del partido nos da sed, vamos a la tienda y nos compramos un boli.