Wednesday, December 29, 2010

El baño de la universidad

Las mujeres van al baño acompañadas, pero si a uno se le ocurre hacer esa gracia con un amigo, lo tildan de gay. Hoy debo aceptar que en mis años de universidad era todo un plan ir con mi mejor amigo al baño. ¿Muy gay? ¡Pues de malas si no les gusta!

Si las mujeres en su estado natural sincronizan vejigas, los hombres enguayabados sincronizamos intestino. Básicamente, un grupo de borrachos amanecidos es una bomba de tiempo.

El día siguiente a una borrachera nos echábamos en el pasto de la universidad, cual ganado, hasta que la sincronización tenía lugar.

- Bueno, mi querido compañero. ¿Edificio D, segundo piso?
- Listo. ¿Tenemos cigarrillos?
- Tenemos.

Valoraba muchísimo que no discriminaban a los fumadores en los baños de la universidad. Recuerdo que en los contenedores del papel higiénico había una ranura para poner el cigarrillo, lo que constituía una oportunidad perfecta para combinar dos placeres corporales en un mismo espacio.

Pero mejor que la posibilidad de fumar en el baño era la existencia de un área exclusiva, un inodoro VIP, un lavabo preferencial. Me refiero al baño destinado específicamente para las personas con alguna inhabilidad física. Era del tamaño de una habitación, tenía lavamanos personal, baranda para apoyar los brazos y espacio suficiente para estirar las piernas. Incluso tenía un espejo, convenientemente (¿o inconvenientemente?) ubicado frente al inodoro.

- Bueno, mi querido compañero… -, dije un día, sacudiéndome el pasto del pantalón.
- No, muchas gracias -, me interrumpió mi amigo-. Yo ayer no me emborraché. Hágale usted solito.
- Listo, entonces me voy para el baño privado.

La experiencia era celestial. Piernas estiradas, cabeza recostada, cigarrillo encendido, Coca Cola helada en la mano. En ese estado nirvánico el tiempo parece detenerse. En un parpadeo noté que llevaba más de quince minutos en posición de relajación, concluí y me dispuse a salir.

Cuando abrí la puerta me encontré con una terrible sorpresa.

Un estudiante de Derecho esperaba mi salida, a pocos centímetros de la puerta, apoyado en dos incómodas muletas, con una pierna enyesada desde el fémur hasta el talón.

Yo lo miré con pena.
Él me miró con odio.
El baño le pertenecía a él y no a mí.
Él padecía una dolencia evidente y yo saqué provecho de su espacio.

Ante la vergüenza sólo se me ocurrió la más ridícula de las vías de escape… salir del baño cojeando, simulando una inhabilidad.

- ¡No sea tan imbécil!-, dijo el futuro abogado. – ¡Usted no tiene nada!

Salí caminando rápidamente, tratando de aguantarme la risa, con una vergüenza casi tan grande como mi relajación intestinal.

Wednesday, December 22, 2010

La novena de aguinaldos

No recuerdo cuándo fue la última vez que recé la novena completa, es decir los nueve días antes de navidad. Siempre se me olvida un día o me quedo dormido. Al final rezo una octava o una séptima, pero nunca una novena.

¿Cuántos pueden decir que rezan la novena completa? Creo que muy pocos. Por eso nunca se tiene claro qué consideración se debe leer (¿Hoy es día quinto o sexto?).

Mis tíos y hermanos mayores siempre me comprometen con antelación, con citas que ellos consideran tan tradicionales como el pesebre: “Mijo, no se le olvide que la antepenúltima noche siempre es en mi casa”. “Acuérdese de que el viernes antes de navidad es donde la abuela”. Luego me reclaman cuando falto a alguna: “¿Cómo así que no sabías? ¡La novena del 19 toda la vida se ha rezado en mi casa!
.

Sentarse en torno al pesebre a rezar la novena es una tradición que me encanta, debo decirlo. Pero no sólo por su carácter festivo o familiar, sino por ver las diferentes personalidades que afloran: La tía devota que no lee sino que grita; la novia de algún primo, que nunca había rezado una novena en su vida y se esfuerza por leer
Adonaí y Prosternado; la señora que pide cantar decenas de villancicos, y el primo que sabe tocar guitarra y lo ponen a aprenderse el “ven, ven, ven” y el “Antón tiruriru riru”.

¡Arranca la novena! En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, Amén. Benignísimo Dios de infinita caridad… Más o menos a los treinta segundos uno identifica si está leyendo la novena tradicional.

Cuando hablo de la novena tradicional no me refiero al librito viejo, amarillento y descuadernado, o a la libreta roja de Bancoquia que incluye la receta para hacer buñuelos. Me refiero a la novena de toda la vida, la que dice “amasteis”, no “amaste”. La que dice “vosotros”, no “ustedes”.

Uno se sabe de memoria las oraciones de la novena tradicional. Al menos la oración para todos los días y las de María, José y el Niño Jesús. Personalmente, podría recitar los gozos, pero si me soplan el primer verso.


¡Ustedes también pueden! Vamos a hacer la prueba. Completen los gozos. ¿Listos? Va.

Del débil auxilio…
Véanme tus ojos...

¡Oh! raíz sagrada...

¿Vieron? Nos sabemos los versos de memoria porque nos los aprendimos sin entenderlos.


La novena es, supuestamente, una actividad familiar y de júbilo, pero todos parecen esforzarse para que termine rápido. La mayoría hace (hacemos) fuerza para que después de la oración a la Virgen haya tres y no nueve Avemarías. Algunos incluso creen que van a salvarse de cantar villancicos.

En mi casa nunca tuvimos ese positivismo. Los villancicos eran más importantes que la novena en sí misma. Mi mamá llevaba a la casa de turno hojas fotocopiadas de un listado con al menos 30 villancicos, de los cuales había tres o cuatro conocidos. Nadie se paraba de la sala hasta que los cantábamos todos.

Thursday, December 02, 2010

Disimilitud decembrina

En diciembre, la casa de mi tío parece una tienda de temporada. Hay un juguete navideño por metro cuadrado de superficie y un promedio de tres elementos decorativos en la dirección que se mire. En la fachada de la casa y en el patio hay suficientes luces como para trazar una pista de aterrizaje.

Por supuesto, una decoración así debe ir acompañada por un pesebre deslumbrante. Lamentablemente ya no se encuentran en el mercado los nacimientos de mi época, con piezas individuales de cada uno de los protagonistas, como figuras de acción. Ahora los pesebres son unidades con todos los muñecos pegados a una base.

¡Qué mal! Parecen más un centro de mesa o un bodegón.

En mi época armar el pesebre era tan divertido como armar el árbol. Poníamos espejitos que simulaban un lago para los patos, hacíamos ríos de papel aluminio que nacían en la pared y desembocaban en la baldosa, despedazábamos icopor para simular nieve y durábamos horas tratando de parar las ovejas. Recuerdo que les enterrábamos las patas en una tela inmunda que llenaba la casa de motas verdes hasta febrero.

Más que un proceso era toda una aventura. Con mi hermana sacábamos del sótano las cajas marcadas con el rótulo “Pesebre” y siempre nos encontrábamos con alguna figura rota.

- ¿Cómo carajos se rompió el pastorcito? ¡Lleva todo el año guardado! ¡Yo mismo lo guardé hace un año!

Cuando no podíamos arreglar las piezas dañadas, ¿botábamos las figuras restantes y comprábamos un pesebre nuevo? ¡No señor! Completábamos las vacantes con retazos de pesebres que se les habían descompletado a otros familiares y amigos.

Por eso los pesebres de nuestra infancia tienen dimensiones extrañas. En mi casa, particularmente, un rey mago era diez veces más alto que los demás y el Niño Jesús era más grande que Su Madre (María, por supuesto). En una navidad tuvimos un pesebre con cuatro reyes magos, y ninguno era negro.

El pesebre de la casa de mi abuela materna era diferente, aunque también tenía problemas de proporcionalidad. Era diferente porque era intocable. Su fragilidad a los ojos de la abuela le otorgaba un carácter divino.

Pero los mejores pesebres no fueron los racistas de mi casa, con cuatro reyes magos blancos. Tampoco los de mi abuela, con ese halo místico y prohibitivo.

Los mejores eran los pesebres en los que era evidente la colaboración de los niños: Los que tenían un grupo de soldaditos escalando por la tela motosa, un Batman escondido en la villa, totugas ninjas en el lago, un helipuerto en medio de las ovejas y, por supuesto, el más anticristiano de los símbolos navideños: Papá Noel.

Saturday, November 27, 2010

El miedo del expatriado

Algunos colombianos que viven en el extranjero tienen una extraña percepción de su país: lo ven más violento que cuando vivían en él o, lo que es peor, creen estar en la mira de los delincuentes cuando lo visitan, por el simple hecho de vivir en otras latitudes.

Tengo dos amigos que creen ser imanes de ladrones cada vez que viajan a Colombia. En nuestros años mozos jugamos en parques de barrio, montamos en bus, salimos de bares del centro de Bogotá en la madrugada, nos emborrachamos en tabernas de mala muerte, caminamos por barrios sospechosos y nos hicimos amigos de mujeres de intenciones turbias.

Pero nunca nos quitaron los riñones, ni nos robaron la billetera. Es cierto que un par de veces amanecimos en municipios desconocidos, pero siempre debido a borracheras extremas, nunca a secuestros.

Hoy en día mis dos amigos viven cruzando el Atlántico. Recordamos nuestras juergas con nostalgia, pero cada vez que he propuesto emularlas me dan una negativa que obedece a miedos ridículos. “No nos vayamos tan al sur de la ciudad”, “Recójanos, porque montar en taxi es peligrosísimo”, “Voy a dejar el reloj en la habitación del hotel, porque me lo pueden robar”.

¿Qué pasó con los borrachos todoterreno? ¿A dónde se fueron la confianza, la seguridad en uno mismo y la familiaridad con el entorno agreste?


¿Será esa la madurez? ¿Un miedo a los peligros ya sorteados?

La siguiente historia sí pasó. No pensaba contarla porque siempre había creído que el protagonista había sido mi hermano y, la verdad, me daba un poco de vergüenza. Hace unos días me confirmaron que no le ocurrió a mi hermano, sino a un amigo cercano. Digamos que se llama Antonio.

Toño visita Colombia con miedo. Viaja a Bogotá un par de veces al año para ver a sus papás, pero siempre cree que los delincuentes se encuentran tras su pista, como si olieran la presencia de un colombiano que vive en el extranjero, y como si tuviera los bolsillos repletos de euros.

Un día, por motivos de fuerza mayor, tuvo que volver de un almuerzo a la casa de sus papás en bus. Cruzó la registradora, pagó el pasaje y se acomodó en la mitad del vehículo, de pie. Su miedo a que lo robaran lo llevó a realizar un chequeo mental de sus posesiones y a inclinar su cuerpo en varias direcciones para que su anatomía rozara sus bolsillos. Sentía el celular. Sentía los cigarrillos. Sentía las llaves de la casa. Sentía las monedas y un billete arrugado.

¡Dios mío! ¡La billetera! La nalga no rozaba más que el pantalón. Trató de moverse en varias direcciones pero el bolsillo vacío se balanceaba libremente. Un movimiento brusco de la mano derecha confirmó sus sospechas: Le habían robado la billetera.

Cuando se encontraba recapitulando, recogiendo sus pasos del día, notó que un hombre de chaqueta verde lo miraba detenidamente. El sujeto había subido al bus pocas cuadras después de Toño, y también se encontraba de pie, a una distancia sospechosamente próxima.

Antonio lo miró fijamente y vio en sus ojos un dejo de nerviosismo.

- Deme la billetera -, le dijo con firmeza.

El hombre abrió los ojos, puso cara de pocos amigos y vio cómo su interlocutor le extendía la mano.

- ¡Deme la billetera, yo sé que usted la tiene! -, repitió Toño, en un tono que opacaba el sonido del radio.

El hombre se llevó la mano al bolsillo interior de su chaqueta verde, sacó una billetera negra y se le entregó a Toño, quien no le quitaba la mirada de encima. Luego dio media vuelta y se bajó del bus apuradamente.

Todos los presentes celebraron el acto heroico de Antonio y lo aplaudieron con emoción. El mismo Toño no podía creer su hazaña. Llegó a la casa de sus papás con una amplia sonrisa de satisfacción, dispuesto a contarles a todos cómo, a pesar de vivir en un país lejano, podía sortear a los delincuentes colombianos.

- Mamá, no te imaginas lo que me pasó con la billetera -, dijo, mientras se quitaba la chaqueta.
- Pues qué va a ser -, le contestó –. La dejaste esta mañana encima del televisor.

Toño tardó un segundo en entender el atraco que había cometido.

Wednesday, November 03, 2010

Teoría de la regla olvidada

A los que fueron al paseo

¡Qué delicia un paseo de finca con los amigos! Pocos planes son tan simples y tan satisfactorios. Echarse en una hamaca, beber cantidades industriales de licor en las inmediaciones de la piscina y pasar horas en un kiosco cantando y jugando cartas.

Soy fanático de los paseos sencillos, en los que no hay un cronograma de actividades preestablecido. No me gustan los viajes con caminata ecológica, turismo religioso o visita a familiares lejanos.

Yo prefiero emborracharme al lado de la piscina y hacer más na’. Tristemente, no todos comparten mi ideología vegetativa y son partidarios de la vida nocturna fuera de los linderos de la finca. Me refiero a esos personajes que se bañan a las nueve de la noche, se ponen su pinta cartagenera, se paran frente al grupo de borrachos con una mano en la cintura y sentencian la noche con una frase llena de alegría y picardía:

- Qué dicen, muchachos. ¿Vamos al pueblo?

Yo los miro con odio.

- ¿A qué vamos a ir al pueblo? ¿A rumebar? -. Siempre he pensado que ir a Girardot a rumbear es como viajar a Bogotá para visitar al Aquaparque. - No, gracias. Esta borrachera me ha costado mucho. No la voy a asesinar bailando.

Lo que voy a relatar sí pasó. Hace un año, aproximadamente, tuve el privilegio de asistir a un paseo ideal. Sin visitas al pueblo, sin compra de artesanías, sin caminatas. A las tres de la mañana del segundo día, cuando muchos nos recuperábamos de nuestra quinta o sexta borrachera, encontré un adminículo digno de un museo.

- Miren. ¿Se acuerdan? -, le dije a un grupo de borrachos mientras sacudía en mi mano un juego de RUTA.

Sin más preámbulos nos acomodamos en el suelo, nos sentamos formando un círculo y cruzamos las piernas.

- ¿Ustedes saben cómo se juega eso? -, dijo Álvaro, el borracho anfitrión, pasando por nuestro lado.

- ¡Claro, papá! Yo jugaba con mi hermana hace como diez años -, contesté, mientras barajaba y repartía las cartas.

No mentía. Con mi hermana menor pasamos horas jugando RUTA. Recuerdo los semáforos en rojo, las llantas pinchadas, las bombas de gasolina. Terminé de repartir las cartas y arrancamos. Las reglas, como siempre, se explicaron sobre la marcha.

Pasaron cinco, diez, veinte minutos y no terminábamos el primer juego. Por alguna extraña razón había cartas que no recordaba, pero ya les había hecho perder a mis amigos casi media hora. El show debía continuar.

- ¿Esta para qué sirve?
- Para que se quede sin gasolina el de la derecha.
- ¿Y esta?
- Para pinchar dos llantas al tiempo.

- ¿Y esta otra?
- ¡Uf¡ Esa es la mejor de todas. Con esa no le pueden poner nada malo.

La situación se estaba volviendo insostenible. Las cartas se estaban acabando y yo todavía no entendía el juego. Decidí sacarle provecho al asunto y divertirme tanto como fuera posible, a costillas de la inocencia del grupo.

- ¿Seguro que tengo que esperar a que me salga otro semáforo en verde?
- Segurísimo, o puede pedírselo a alguien más. Vea, la flaca tiene dos. Flaca, pásele uno.
- ¿Pero ahora qué hacemos? Se acabaron las cartas.
- Pues nos destapamos. Muestre a ver ustedes qué tienen.

Todos comenzaron a poner las cartas sobre el suelo, a moverlas, a intercambiarlas.

- Esta para la flaca, esta para Andrés, esta para Pipe. Listo, acabamos -, dije triunfal.
- ¿Y quién ganó? -, preguntó Felipe.
- Nadie -, contesté con risa nerviosa.
- ¿Cómo que nadie, si llevamos media hora jugando esta mierda?

Segundos antes de soltar la carcajada apareció mi verdugo, acusándome frente a la turba iracunda.

- ¿Ustedes qué están haciendo tirados en el piso, con ese reguero de cartas por todos lados? -, preguntó Álvaro, el borracho anfitrión, volviendo de la cocina con una caja de aguardiente.
- ¡Pues, qué va a ser! ¡Jugando RUTA! -, contestaron todos.

Álvaro le echó una mirada al juego tratando de comprender el desorden, me miró a los ojos y doblegó mi seriedad.

- No. Así no se juega eso.

Felipe se paró histérico. Yo solté una carcajada que me duró varias horas. Después de que me regañaron también se rieron.

A Felipe también se le pasó el mal genio.

Wednesday, October 27, 2010

Teoría de la vagabunda

A continuación emplearé el término vagabunda porque es sonoro y contundente. Y porque no quiero escribir “puta”.

Todos conocemos a alguna vagabunda. Ella, la amiga sin tapujos, que dice y hace las cosas de frente, sin miedo a las opiniones del mundo. Ella, la que no se siente orgullosa de lo que es, pero tampoco se avergüenza de serlo. Ella, que en alguna borrachera ha dicho “¿por qué seré tan vagabunda?”.

Sí, ella. ¿Ya la identificaron? Les doy una pista: Es esa amiga a la que el hombre se acerca en momentos de soledad, y de la que se aleja cuando trata de serle fiel a su novia. No se hagan los bobos, ustedes ya saben de quién les hablo. Con mis amigos de infancia tenemos una amiga así. Digamos que se llama Lupe.

Cuando todo el mundo las juzga, yo las respaldo. Peleo en el equipo de las vagabundas y defiendo su bandera, pero no solo por respeto a su (nuestro) estilo de vida sino porque son señaladas con un adjetivo impreciso.

Por supuesto, me refiero a que todos tienen una imagen mental diferente de la vagabundería, por culpa de una única percepción, una duda histórica, una inquietud eterna: Las mujeres no saben cuándo dárselo a un hombre.

Al parecer hay unas reglas básicas:

Si una mujer se acuesta con un hombre el día que lo conoce, es una vagabunda.
Si se lo da en la primera cita, es una vagabunda.
Si se lo da la primera vez en un motel, es una vagabunda.
Si habla de “dárselo” y no de “hacer el amor” cuando se refiere al acto sexual inicial, es una vagabunda.

¡Qué cantidad de afirmaciones subjetivas! No me sorprende que el término vagabunda esté asociado más a un complejo que a un comportamiento.

Miremos el caso contrario. Si una mujer lleva ocho meses saliendo con un tipo, sin tener relaciones sexuales, es considerada “una niña de la casa”, “una mujer que vale la pena”.

No voy a juzgar a la mujer de “espíritu libre” ni a la doncella de “educación tradicional”, pero sí me gustaría identificar la línea que delimita esos dos estados. ¿Cuántas citas debe tener una mujer con un hombre antes de acostarse con él, sin ser una vagabunda? Tal vez 4 ó 5. ¿O cuántos meses debe esperar? Tal vez 3 ó 4.

Yo creo que no influyen sólo el tiempo o el número de citas. Pongo como ejemplo la siguiente conversación, totalmente real, que sostuve con unos amigos hace pocos meses.

- ¿Qué pasa? ¿por qué esa cara de aburrimiento? -, le preguntamos a Tomás mientras se acercaba al grupo.
- Porque Marcela, después de casi un año de ser novios…
- ¿Se lo dio? -, lo interrumpidos todos, casi al unísono, poniéndonos de pie.
- Sí – contestó Tomás.
- ¡Qué maravilla, felicitaciones! Ya nos estábamos preocupando -, dijimos, y le cubrimos la espalda con palmaditas.
- No crean. Después de tanto tiempo yo esperaba una relación tierna, una conexión especial.
- ¡Ay no! No jodás que Marcela resultó ser una experta -, dije, agarrándome la cara a dos manos, para disimular la risa.
- Para qué les voy a decir mentiras. Sí, es una experta -, confirmó Tomás.
- ¿Muy experta?
- Sí.
- ¿Mucho, mucho? -, dijimos en tono consolador.
- Mucho. Mejor dicho, Lupe es una niña de la casa. ¡Calculen!

Wednesday, October 20, 2010

Animales para el sexo

Hace poco me enteré de que en algunas regiones de Italia y España es permitido que los bares y restaurantes sirvan algunos pájaros cantores como aperitivos. Eso ubica al libro “Matar a un Ruiseñor”, de Harper Lee, en la sección de cocina de las librerías.

¿Por qué alguien haría algo tan atroz? ¿Cazar pajaritos y servirlos para picar, con cerveza? ¿El maní es insuficiente? La razón es la madre de todas las razones: Al parecer algunas especies tienen propiedades que potencian el desempeño sexual.

Los afrodisiacos (o afrodisíacos) siempre me han llamado la atención. Pero no por su dudosa efectividad sino por su extraña procedencia. Por ejemplo, en algunos países de Asia el cuerno de rinoceronte es considerado un poderoso acelerador sexual, además de un remedio para diversos males. No quiero pensar en cómo se obtiene tan terrible sustancia, pero me mata de curiosidad saber cómo dedujeron el asunto.

Tal vez un nativo de Sumatra, en un flechazo de lucidez, vio un rinoceronte paseándose por la pradera y pensó: “Tal vez si asesino a ese enorme animal y consumo su cornamenta solucionaré mis afecciones fisiológicas… y de paso conseguiré erecciones pronunciadas”.

- Eso no es nada-, dijo Patricia, una alegre peruana que trabaja conmigo, en una de nuestras tantas conversación chovinistas. – En mi país venden en la calle jugo de rana.

Efectivamente, en algunas regiones del país de los Incas “agarran una rana de las patas traseras y le dan tres golpes secos, para que muera. Le quitan la piel de un solo tirón, empezando por las ancas, le extraen las tripas y las vísceras y la introducen en la licuadora junto con zumo de uña de gato (…) Para evitar los huesos, la cuelan”. La explicación la pueden ver detenidamente en este video.

¡En fin! Todos los países tienen alguna creencia popular asociada al desempeño sexual, pero creo que en Colombia y en varios países latinoamericanos salimos bien librados del tema.

Nuestra fauna asociada al sexo cabe en una copa de helado; se prepara con limón, cebolla y salsa rosada, y se sirve con cuatro galletas de soda. Por supuesto, me refiero al coctel o ceviche Molotov, El Poderoso, Levántate Lázaro (para ellos) o Ábrete Sésamo (para ellas).

- ¡Qué pasa, mi hermano! Cuéntame qué trae el más poderoso -, dice un comensal cualquiera, dirigiéndose al cocinero como si fueran amigos de toda la vida.
- Ese viene con pulpo, camarón, róbalo, corvina, cangrejo, ostra, langostino, calamar y chipi-chipi.

Nunca me he atrevido a probar un tentempié tan elaborado. Además, sin el ánimo de ser aguafiestas, un ingrediente de nombre “chipi-chipi” me causa mucha gracia y no me suena a potenciador sexual.


Pago por ver una película pornográfica en la que la actriz grite “Ay, papi, qué comiste, ¿chipi-chipi?”.

Sunday, October 17, 2010

Teoría del cerebro flotante

Las mujeres se quejan de que los hombres no ponemos cuidado. Dicen que todo nos da lo mismo y que nada nos importa. En eso, hay que decirlo, tienen toda la razón.

- Mi amor, ¿me queda bien este pantalón azul? -, me preguntó mi exnovia, hace varios años.
- Sí, te queda bonito.
- ¿No me veo gorda?
- No, para nada.
- Ok. Y este negro, ¿se me ve bien?
- Sí, mi amor. Muy bien.

Esas preguntas los hombres las contestamos por instinto. Tenemos un sentido de ubicuidad, asociado al cromosoma Y, que nos permite tener el cuerpo con la novia, pero la mente lejos, muy lejos, por ejemplo en una tienda de aparatos electrónicos, en un partido de fútbol o en una despedida de soltero. Esta técnica se conoce como "cerebro flotante".

La mente vuelve al cuerpo cuando nos hacen preguntas que no podemos contestar con un "sí" o un "no".

- ¿Y cuál me queda mejor? -, miré a mi novia a los ojos y traté de descifrar de qué me hablaba.
- Flaca, no sé -, contesté, poniendo una expresión que le hacía creer que me importaba.
- ¡Ayúdame! ¿Cuál me llevo?, el azul o el negro.

Ok (piensa, piensa, piensa), me hablaba de los pantalones. Yo sí la vi medirse dos cosas, pero nunca supe qué eran. Y aunque le hubiera puesto cuidado ¿qué le podía contestar? ¿El azul? Imposible. Si después se engorda y el pantalón no le entra, adivinen de quién es la culpa.

- ¿Aló? ¿Te englobaste? Dime, el azul o el negro -, yo seguía con la expresión de interés, quieto, como si fueran a tomar una foto.
- Creo que deberías llevarte los dos -, dije.
- ¿Seguro? No sé, están muy caros.

¡Perfecto! Era el momento de hacer la jugada y aprovechar la oportunidad.

- Pues si quieres, y únicamente si así lo quieres, lleva el negro y yo te regalo el azul de amor y amistad -, o de cumpleaños, o de navidad, o de lo que fuera.

Ella sonrió, me abrazó con un pantalón en cada mano, pagó uno y yo pagué el otro. Descompleté la plata del arriendo, pero no podía correr el riesgo de decir "yo después vengo y lo compro, porque ya sé cuál es". ¡No señor! Uno no sabe cuál es, así anote la talla, la referencia y el largo. Ella es la que sabe, porque es la que se lo midió. Si uno compra uno igualito va a decir "no es el mismo".

Ese día salí bien librado del cerebro flotante. Pero cuidado, señores, porque algunas mujeres han comenzado a identificar esta milenaria técnica.

- Mi amor, ¿me queda bien este pantalón azul?
- Sí, te queda bonito.
- ¡Mentiroso! No me estás poniendo cuidado.

Thursday, October 14, 2010

El negocio redondo

Las normas de comportamiento que un hombre debe tener en cuenta cuando acompaña a su novia de compras son las mismas que siguen las reinas de belleza en un desfile, cuando viajan en una carroza o en una ballenera: Sonría, no se siente, no se distraiga, disimule el cansancio, no deje que se le caiga la ropa y, lo más importante, hágales creer a todos que la está pasando delicioso.

La realidad es otra. Normalmente, los hombres odian ir de compras con su novia o esposa. Algunos señores incluso se jactan de su independencia y de su posición de macho alfa. Es decir, en las tardes de domingo se rascan la barriga, ven televisión y se empalagan en frituras, mientras sus novias van de tienda en tienda, se miden cuanta blusa se les atraviesa y salen de los almacenes cargadas de bolsas coloridas.

¡Ojalá esos caballeros acompañaran a sus novias! No se imaginan de lo que se pierden.

La siguiente historia es real. Ocurrió hace poco más de dos años.

Un viejo amigo, digamos que se llama Nicolás, contrajo nupcias con su primer y único amor, después de varios años de noviazgo. Tuve el placer (o la desgracia) de ser uno de los primeros invitados a su hogar naciente, para uno de esos almuerzos formalísimos, en los que lo más importante es mostrar que el matrimonio marcha a las mil maravillas.

Nicolás me dijo orgulloso que era el peor compañero de compras del mundo, y que su esposa lo sabía. Ella, mientras tanto, cuchareaba con actitud de triunfo una crema de auyama. No era difícil saber quién llevaba los pantalones en la casa.

- Con Tata siempre hemos sido muy sinceros-, dijo mi amigo mientras tomaba de la mano a su esposa-. Ella sabe que odio ir de compras y por eso nunca me pide que la acompañe.
- Eso no tiene nada que ver. Una cosa es que no te guste y otra que no la acompañes-, dije.
- No veo por qué tengo que obligarlo a hacer algo que no le gusta-, contestó Tata, mirando a su esposo con ojitos comprensivos.
- ¡Pues por negocio!-, interrumpí extasiado. - Si tú haces por tu esposa algo que no disfrutas, ella después hará por ti algo que no disfruta. Y dejémonos de pendejadas, Nico, en ese trato siempre salimos ganando los hombres.

Como era de esperarse, Tata me miró con ojos de verdugo. Había abierto el pergamino sagrado y develado uno de los más grandes secretos de las relaciones matrimoniales: la posibilidad de justicia. Nicolás apenas asimilaba la información cuando su esposa hizo una última jugada:

- No se me ocurre nada que Nico quiera que haga y yo no disfrute.
- ¿En serio? -, dijo mi amigo.
- A mí se me ocurren como tres o cuatro cosas -, agregué.

No aguantamos la obviedad y soltamos la carcajada. Tata estaba indignada con la falta de orden en un almuerzo formal y puso punto final a la conversación.

- ¡Qué asco! Ustedes no piensas sino en esas cochinadas.

Wednesday, September 29, 2010

La frustración del infante

A Gaby
Ocho días antes del babyshower de mi prima encontré en la cocina un batallón de familiares armando cajitas para llenar con dulces y detallitos coquetísimos.

- ¿Y eso? -, pregunté con el miedo de quien no quiere armar cajitas.
- Pues los recordatorios del babyshower.

Matrimonios, primeras comuniones, babyshowers (¿funerales?). Muchas instancias sociales culminan con un presente que se entrega a la salida, con el que se busca inmortalizar la velada. En mi primera comunión mi mamá les dio a los asistentes unos perros de porcelana con un par de orificios en el lomo, para poner lápices. Es más, mi mejor amigo de infancia todavía lo exhibe en un estante a la entrada de la casa.

- Gordo, ¿usted por qué guarda eso?
- Yo no lo guardo. Lo que pasa es que nadie lo ha botado.

Esos recordatorios son los rezagos y los últimos bastiones de las sorpresas infantiles, que constituyeron uno de mis mayores incentivos al asistir a cumpleaños y piñatas, en mis primeros años de infancia.

Desde que uno llegaba a la piñata y miraba las bolsitas organizadas en una mesa esquinera se comenzaba a preguntar por su contenido. Cuando mi mamá posaba sobre mí la mirada “nos vamos ya” yo me alcanzaba a emocionar, pero el contenido de la bolsa siempre resultaba ser una decepción.

Sorpresa que se respete no tiene más de dos o tres juguetes, y de una calidad vergonzosa. ¡Ojo! Si un artículo es promocionado como “juego de lápiz, borrador, regla y tajalápiz”, la palabra juego no lo convierte en un juguete.

Las sorpresas también tienen dulces. Pero no Hershey’s o M&M, sino piedras de colores rellenas de jarabe. Lo más triste de esa golosina genérica es que cuando uno quita la envoltura plástica se encuentra con un dulce en toalla. Sí, en toalla. El dulce no queda desnudo ante los ojos del niño, sino envuelto en un papel que deja ver sus extremos.

Ese empaque interior nunca se quitó con facilidad. Todos nos empegotamos los dedos y los bolsillos hasta el cansancio, y aun así nos comimos varios trocitos de papel que nunca se pudieron despegar.

Dos juguetes. Cuatro dulces. ¿Nada más? ¿Entonces por qué se veía medio llena la bolsa? Pues porque la mamá del cumpleañero la abarrotaba con la peor forma de desperdicio conocida por el hombre: el confeti.

La bolsa no estaba medio llena. ¡Nunca lo estuvo! Estaba triste y medio vacía.

Nunca le vi nada festivo al confeti. Nunca nadie se alegró de recibir confeti. Por el contrario, es una pesadilla. Dos semanas después de la piñata sigue saliendo del pelo, de la ropa, del tapete.

Siempre creí que con la adultez la pesadilla terminaría, pero las sorpresas me persiguen y encuentran nuevas formas de frustrarme. No me refiero a los recordatorios de matrimonio o de babyshower, sino a la bolsita barata de siempre. He asistido al menos a tres fiestas en las que a los organizadores les parece graciosísimo dar sorpresas a la salida.

- ¡Espera!, no te vayas todavía -, me gritó la organizadora de una fiesta de disfraces, mientras con un trotecito entaconado me alcanzaba en la puerta, estirando el brazo, con una bolsita en la mano.
- ¿Y esto? -, dije, mientras me ponía la chaqueta.
- ¡Pues tu sorpresa! Jajaja.

Su risa fue natural. Ella esperaba que yo también me emocionara con el detalle. Yo abrí la bolsa a dos manos e incrusté la nariz en el interior. El balance fue triste. En vez de los dos juguetes vergonzosos y de los dulces incomibles había dos condones baratos y una baraja de cartas miniatura.

Eso sí, la bolsa estaba 'tatiada' de confeti.

Monday, September 27, 2010

El dolor le tiene miedo a…

No tengo muy claro el procedimiento por medio del cual un laboratorio genera un medicamento. Supongo que unos señores importantísimos, con bata blanca, gafas protectoras y guantes de látex, mueven líquidos de colores y miran muestras en el microscopio.

Tampoco tengo muy claro cuál es el equipamiento especializado mínimo requerido para obtener un componente proteínico, pero sí sé que todo laboratorio tiene una nevera, un tablero blanco para escribir con marcadores y muchos tubitos como para servir tragos de tequila.

Supongo que esos tubos fueron diseñados como copas para que los borrachos con los que se hacen las pruebas en humanos se empujen los compuestos químicos en un ámbito confortable.

Lo que apenas puedo imaginarme es el proceso mediante el cual un departamento de mercadeo les asigna nombres comerciales a dichos compuestos. Creo que una reunión de denominación comercial de medicamentos transcurre más o menos así:

- Bueno muchachos, ya está listo el compuesto UK-92,480, sildenafilo o sildenafil. Tenemos que bautizarlo.
- Listo, jefe. ¿Para qué sirve exactamente?
- Para que el pene sufra una erección, y para alguna sandez de hipertensión pulmonar que a nadie le importa.

- ¡Qué maravilla! Pongámosle Viagra, que es tigre en sánscrito (व्याघ्र = vyāghra).

Gracias a este grupo de ejecutivos todos conocemos los medicamentos por su apodo y no por su composición.

- Señores, el ácido acetilsalicílico necesita un nombre que venda.
- ¿Qué les parece “aspirina”?

Pero de todos los compuestos mi favorito, y el mejor bautizado, es Dolorán. No solo por el comercial conocido por todos (todavía me río cuando pienso en Dolores despidiéndose en el tren a Nemocón) o por su eslogan infalible, sino por su claridad.

Dolorán es para el dolor. Punto. No hay pierde, el nombre lo dice.

Lo malo es que esa misma claridad la usan en otros medicamentos, sin importar la parte del cuerpo que afectan o el mal que buscan combatir. ¿Han oído de un remedio llamado Anoais? Es para las hemorroides, un tema muy serio (no quiero decir delicado) que resulta hilarante cuando lo anuncian por radio: “Anoais no alivia las hemorroides, las cura”.

Anoais, Anoais, Anoais. No sé si sea infantil de mi parte, pero me parece graciosísimo. ¿En qué estaban pensando los de mercadeo? Es como descubrir la cura contra la alopecia y bautizarla “Calvonó”, sacar la crema “Barrofué” para el acné o comercializar el expectorante “Escupol”.

Saturday, September 25, 2010

Salir con una mamá

A todas las madres no casadas… y a las que pronto lo serán

Mi amigo Chalo se acercó con la mirada fija en la más (o la única) mujer bonita de un grupo extraño, como una margarita en un ramillete de cardos. La escena ocurrió en un bar de Bogotá, hace un par de años.

Chalo y la margarita coincidieron con sus miradas y procedieron al acercamiento. Lo sorprendente fue que el proceso se vio truncado de manera intempestiva, y mi amigo volvió al grupo con un gesto de decepción.

- ¿Qué pasó? ¿Lo sacaron corriendo?–, preguntamos sorprendidos. La efectividad de Chalo era ampliamente conocida por todos.
- Por supuesto que no. Lo que pasa es que tiene un hijo -, contestó con desgano.

Algunos secundaron su actitud con comentarios como “qué pereza”, “uno no está para esas vainas” o “mejor una fea sin hijo”.

Yo me sentí ofendido, porque pertenezco al gremio de padres no casados, que abarca solteros, separados, divorciados y viudos.

- ¿Y qué tiene de malo que tenga un hijo? -, pregunté indignado.

Todos se regaron en explicaciones: No, pues nada. Lo que pasa es que después lo cogen a uno de pendejo. Hay mucha loca suelta. Uno no está para ponerse a criar.
 

¿Entonces todas las madres solteras andan buscándoles papá a sus hijos? Esa noche tuve que sentarme frente a un par de amigos y explicarles que no solo las madres solteras deben tener igualdad de derechos en el mundo del cortejo, sino que deberían recibir un trato preferencial.

Fundamento mi tesis de la madre no casada en estas tres razones esenciales:

1. No marranea: No es común que una madre no casada salga con un hombre solo para que la invite a comer y a rumbear. Ella no tiene mucho tiempo para dedicarse, y por eso no lo desperdicia con quien no quiere estar.

2. No anda por las ramas. Ella va a lo que va y aprovecha cada momento al máximo. Cuando una madre no casada tiene que dejar a sus hijos con los abuelos y cuadrar el horario y la disponibilidad de muchas personas, no es solo para comer helado o tomarse una cervecita.

3. No sale con bobadas. La pendejada de la inmadurez se cura con el primer parto. Por eso, la madre no casada no tienen dudas como ¿Será que lo amo? ¿Es el amor de mi vida? ¿Cuál será nuestro futuro? ¿Y si mañana no me llama? Ella no tiene dudas porque sus prioridades son claras, y cuando hay un hijo de por medio los pretendientes y novios siempre pasan a un segundo plano.

Advertencia: Estas tres razones no son axiomas infalibles. Después no digan que no les avisé.

Thursday, September 09, 2010

El cocinero y el chef

Hace poco asistí a una reunión familiar en la que un chef profesional nos deleitó con sus habilidades culinarias. Preparó un cordero a la no-sé-qué, en una infusión de colores, bañado por una salsa de cosas.

Por supuesto, yo no le puse cuidado a la preparación. Tengo clarísimo que la magia en la cocina no sale del amor o de la sazón de las personas, sino de la mixtura de ingredientes en cantidades increíblemente precisas y a temperaturas específicas.

Hay personas que hacen lo contrario. Prestan atención hasta al detalle más ínfimo, se empinan, apoyan los brazos cruzados sobre la barra de la cocina y preguntan pendejadas como si supieran de lo que hablan. ¿Las cortaste en julianas? ¿El balsámico puede ser de jengibre? ¿Le pusiste flores de puerro?

Yo prefiero no pasar la vergüenza de hacerle creer al chef que somos colegas. Más bien me acomodo en un rincón y aprovecho las remanencias. A veces es mejor comer que aprender.

- Señor, ¿me regala esas aceitunas que le sobraron?
- Claro, mijo. Hágale.
- ¡Gracias!

Pero los amantes de la cocinan se creen profesionales. Por eso asienten con seguridad ante las explicaciones del chef, como si los sacaran de una duda que los atormentó por años.

- Explícame lo de la vinagreta-, le preguntan al chef, ponen cara de serios y se agarran el mentón.
- La clave está en que todo quede picado del mismo tamaño y en caramelizar la cebolla.
- Sí, evidentemente -, dicen, levantando las cejas en señal de sorpresa. Yo me río mentalmente mientras me atesto de aceitunas.

Cuando una persona que sabe cocinar conoce a un chef le dice “yo también sé cocinar”. Eso me parece graciosísimo. Es como conocer a Lance Armstrong y decirle “yo también sé montar en bicicleta”.

En fin. Sirvieron la comida y estuvo espectacular, pero más de un aficionado quedó con una idea dándole vueltas en la cabeza: Ya que vimos cómo se hace, ¡podemos hacerlo después!

¡Errooor! Nunca va a quedar igual. Es más, los platos copiados quedan horribles. ¿Falta de magia? ¿Falta de amor? ¡No! Falta del chef, de ese mismo chef que preparó el cordero en la reunión familiar y lo ha preparado por años.

Lo peor de todo es la ternura con la que el aficionado se sorprende cuando el resultado es distinto.


- Tan raro, quedó inmundo. ¿Pero por qué? Yo creo que hice todo igual.

Esa teoría de “haga esto y yo aprendo viendo” casi nunca funciona. ¿Se acuerdan de “el placer de pintar, con Bob Ross”? Era un programa de televisión en el que un artista de afro instaba a los televidentes a emular las obras de arte que él lograba en contados minutos. Algunos tenían la osadía de enviarle sus trabajos, y Ross tenía el descaro de mostrarlos en cámara.

Todos eran horribles.

Tuesday, August 31, 2010

¿Cuánto le pesan las bolas?

Al angelito bizarro

Creo que el departamento de Rifas, Juegos y Espectáculos, seguramente adscrito a la Empresa Territorial para la Salud, ETESA, es uno de los grandes misterios de la humanidad.

Todos sabemos que una parte de las ganancias obtenidas en los juegos de azar es volcada al sector de la salud, como una forma de enmendar con merthiolate la conciencia raspada que deja el casino (¡Mija, boté la plata!).

Lo que no sabemos es cómo se desarrolla el trabajo diario de un delegado de Rifas, Juegos y Espectáculos. Esta es mi teoría:

A los delegados los vemos en todos los sorteos. Serios, encorbatados y brillantes (son los únicos que salen en cámara y no los maquillan). Además, su cuarto de hora en televisión es la sumatoria de cientos de apariciones de dos segundos.

- Nos acompaña Fulanito Pérez, delegado de rifas, juegos y espectáculos -, dice la presentadora. La cámara 'poncha' al señor por un instante y el juego continúa.

Después del sorteo, ¿qué hará el delegado? Imagino que tiene que presentar un informe detallado de la jornada. Tal vez tiene que llenar un formato preestablecido que verifica la integridad y transparencia del breve proceso adelantado, y firmarlo bajo gravedad de juramento.

“Yo, Fulanito Pérez, delegado de rifas, juegos y espectáculos, juro ante Dios y la patria que todas las balotas pesaron igual”.

Porque eso dice la presentadora: “todas las balotas han sido debidamente pesadas”.

Los ingenieros civiles llevan casco, los maestros de obra llevan un metro y los abogados llevan una constitución. Así mismo, el delegado lleva una báscula para balotas. Y me imagino que también debe andar con un maletín lleno de balotas de repuesto, con el peso reglamentario.

- Me muero de la pena, pero el 14 pesa dos gramos menos. Tienen que reemplazar esa balota.

Además, la transmisión dura apenas un minuto. ¡He visto comerciales más largos que una rifa! Aún así, un sorteo lleva bombas, un carro, modelos que no se mueven, una toma desde una cámara flotante y dos presentadores que hablan y caminan rapidísimo, como si tuvieran un afán terrible por salir de esa pesadilla.

Imagino que breves instantes antes de salir al aire el director grita algo así:

“Bueno, muchachos, estamos todos listos. La cámara está en la tramoya, el carro está parqueado, las modelos de porcelana están ubicadas y los presentadores están que se hacen popó. Salimos en 30 y entramos en 5, 4, 3…”

Saturday, August 28, 2010

Yo fui una puta en bachillerato

Muchos recuerdan la época del colegio como años maravillosos llenos de logros, grandes amigos y pilatunas varias. Para mí fue una época más bien normal. Procuré pasar desapercibido pero, a pesar del esfuerzo por mantener un perfil bajo, un aspecto se destacó y lo recuerdo con reparo: las obras de teatro.

Por alguna extraña razón el arte histriónico es una parte fundamental de la academia. Izada de bandera que se respete lleva declamación de poesía y obra de teatro. En mi curso nos desentendíamos del tema de la poesía. Gracias a Dios contábamos con la presencia de Camilo (me reservo el apellido), un tipo que perfectamente podía sacarle una lágrima al más insensible, y causaba incontinencia en el vulgo palpitante. Palabras más palabras menos, lograba que todos se hicieran pipí a goticas.

Listo. Salimos del problema de la poesía. ¿Y la obra de teatro? El profesor de español se sacaba del sombrero un libreto, casi siempre ridículo, y nos ponía a ensayar a los de siempre. Lo triste, lo realmente triste, era que yo siempre era la mujer.

- ¿Quién va a ser la campesina?
- Gómez.

Era terrible. Todos se ponían tenis, se abrían la camisa y voilà, quedaban disfrazados. A mí me tocaba recurrir al closet de mi mamá o al de mi hermana.

- Ya tenemos al niño, al asesino y al abuelo. ¿Y la mamá?
- Gómez, hágale.

Era vergonzoso. Mientras muchos estudiaban, fumaban, se emborrachan y conquistaban a las féminas de las instituciones educativas aledañas, yo era de los pocos que me quedaba hasta tarde, ensayando.

- Tenemos a Bolivar, Santander, Nariño y Caldas. Falta Policarpa.
- ¡Pues Gómez!

Al final me presentaba frente a todo el colegio con medias de malla, pelucas y maquillaje.

Yo no tenía reparo en ser la campesina, la mamá o Policarpa. Después de varios años el señalamiento era predecible. Lo que marcó mi paso por el bachillerato fue una ocasión en la que interpreté a una prostituta.

Una etiqueta de ese talante se tira la adolescencia, perfora la personalidad, vulnera el carácter. Yo, por el contrario, salí avante en medio de la risa de mis compañeros. La fórmula fue más bien sencilla: Si debía ser una mujer de órgano monetizado, iba a serlo con todo lo que eso significaba.

- Gómez.
- Diga, profe.
- Usted es la puta.
- Bueno. Pero me imagino que puedo fumar en el salón.

Monday, August 16, 2010

La cuenta de la tarjeta de crédito

Todos los portadores de tarjetas de crédito tenemos la misma frustración. No me refiero a que la cuente nos llegue más alta de lo que esperamos, o a que nos sigan cobrando la botella de whiskey diferida, once meses después de que el hígado la asimiló. Hablo de la identificación de los ítems en los recibos mensuales. Uno tiene clarísimo qué compró, pero la cuenta es inentendible.

- ¿Mi amor?
- Dime.
- ¿Qué compraste en Superficies TR Ltda.?
- Ese es el mercado.
- ¿Y por qué no fuiste a Carrefour?
- Fui a Carrefour. Así es como sale en la tarjeta.

Estoy seguro de que no soy el único al que le ha pasado.

Otro problema es que los nombres salen incompletos, porque el espacio es muy reducido: Industria Colom… Distribuciones F… Centro Naciona…

Dos días antes de la fecha límite para pagar la cuenta los portadores todavía estamos haciendo memoria, recogiendo nuestros pasos hasta el momento de la compra. Normalmente los cuestionamientos aterrizan en conversaciones con terceros.

- ¿Mi amor?
- Dime.
- ¿Qué hicimos ese día?

Pero es imposible preguntar demasiado, porque podemos caer en la trampa del aniversario olvidado o del cumpleaños extraviado.

- Era un jueves, acuérdate.
- No sé.
- Como a las 8:30 p.m.
- ¡Yo no sé! Paga esa vaina y pon más cuidado a lo que compras.

Incluso terminamos llamando a algún amigo cercano.

- Ole, Álvaro, ¿yo estaba con usted ese día?
- No sé, me imagino.
- ¿Y yo no compré nada raro?

Nunca había calculado el peligro potencial de la información incompleta en las cuentas de las tarjetas de crédito, hasta que me contaron la siguiente historia. Lo que relataré a continuación sí pasó. Los nombres son inventados.

Ricardo llegó a su casa a altas horas de la noche, después de una reunión de trabajo, y se encontró con dos maletas al lado del comedor.

- Hola Dani. ¿Y eso? -, le preguntó a su esposa, mientras dejaba el saco en el perchero y se soltaba el nudo de la corbata.
- ¡No te hagas el pendejo! ¡Te me largas de la casa!

¡Por Dios santísimo! Una de las frases más temidas por el género masculino, porque obliga al caballero a recorrer la memoria que jura no tener y a autocuestionarse. ¿Ahora qué hice? ¿En qué la embarré? ¿De qué se enteró?

- Chiquita, cómo así -, estos son momentos en los que el puchero no sirve de nada.
- No te hagas el imbécil. Te llegó la cuenta de la tarjeta de crédito. ¿Qué significa esto, Ricardo?

Daniela le tiró la cuenta en la cara y Ricardo la atrapó en el aire. Comenzó a leer ítem por ítem y llegó a la compra que sacó a su esposa de los chiros, e hizo que le sacara a Ricardo los chiros: La casa del amor... $350.000 (unos 190 dólares).

En esos momentos no hay diálogo. La mujer pelea y el hombre hace memoria. La mujer manotea y el hombre se concentra.

- ¡Eres un descarado! Visitando moteles quién sabe con quién. ¿La casa del amor, Ricardo?

Dios mío, qué será esta vaina.

- Y en horas de oficina. Fijo se voló con la secretaria– con la ira se pierde la capacidad de tutear.

No, imposible. Un momentico, ¿esto qué día fue?

- Loba asquerosa, tanto que le cuida el puesto no es gratis, ¿no?

¿La casa del amor? ¡Cuál casa del amor! Fijo es alguna embarrada de Álvaro.

- ¡Qué belleza! Pero a ver, mijito, reconozca sus actos, sea varoncito – Iraronia: el arte de la ofensa que conjuga la ira con la ironía.

Si digo que me clonaron la tarjeta esta vieja loca me mata.

- El carro vuelto mierda y usted gastándose la plata en moteles.

¡Eso! ¡El carro!

- Mi amor, cálmate. Déjame explicarte.
- Descarado, no hay derecho.
- Mi amor, no es la casa del amor.
- ¿Cómo que no? Acá dice clarito: "La casa del amor".
- No, mi amor. Es "la casa del amortiguador".

Me imagino la cara de Daniela. Y me imagino cómo los testículos de Ricardo descendieron desde la faringe hasta el escroto

Friday, August 06, 2010

La piñata de hamburguesería y la de salón comunal

Frecuento piñatas. Esas tardes domingueras en las que un número indeterminado de infantes corre, grita, patalea, come y se ensucia al son de los canticuentos y de los alaridos de sus padres, que propenden por la seguridad de los menores con órdenes militares: “Tomás, bájate de ahí”, “Sofía, ponte los zapatos”, “Daniel, escupe eso”, “Isabella, suelta a esa pobre niña”.

Hay dos tipos de piñatas: Las que se realizan en lugares especializados, como puntos de recreo en centros comerciales, parques de hamburgueserías y pizzerías infantiles, y las que se adelantan en salones comunales y en la sala de la casa.

Cuando la piñata tiene lugar en un restaurante, las recreadoras, de overol amarillo y rojo, dan la bienvenida a los niños pintorreteándoles la cara, en una nueva forma de arte conocida como pintucaritas.

Luego realizan rondas infantiles, los niños se comen una hamburguesa, cantan el feliz cumpleaños y las guías llevan a los pequeñines a jugar al parque. Son tres horas de desorden, gritos y sobredosis de kilocalorías.

Por fortuna uno permanece al margen. Los niños juegan y uno espera, desde el burladero, a que se acabe esa pesadilla. Los padres vemos a los niños ensuciarse y matarse por el juguete que les salió en el almuerzo, pero ostentamos una presencia tangencial.

Esas piñatas me gustan. Los niños la pasan bien, uno se toma dos acetaminofén y la pasa bien, hay parqueadero, hay almuerzo, hay sorpresa.

Son las piñatas de salón comunal las que no soporto, porque la verdadera sorpresa no es la bolsita con dulces y juguetes baratos, sino la calidad de la recreación. El departamento de animación puede constar de dos señoritas de unos 25 años cargadas de canciones, sonrisas y buenos deseos, o por dos jovenzuelos con cara de libertad condicional, que hacen las delicias de los padres en la sesión de títeres. Para darles un tono fantástico a los personajes usan un acento sacado del sector más oscuro de las comunas.

- ¡Qué hubo, Cenicienta! ¿Qué se dice?
- Nada, viejo ratón. Aquí, paseándome por la pradera.

Yo me muero de la risa mientras como gelatina en cuadritos con leche condensada.

Luego los titiriteros amenazan con abandonar el recinto, se esconden en la cocina y reaparecen luciendo un disfraz de Barney, el dinosaurio. Pero no es el Barney regordete y abrazable de Discovery Kids. Su disfraz es una trusa morada inmunda con una cabeza a base de cartón-cartulina recubierta con pelusa púrpura. Dentro de esa prisión el vapor de aire se conjuga con las moléculas de sudor y el nivel de condensación es ridículo. ¿Han visto como salen esos pobres muchachos de esa máscara?

Pero si algo no me aguanto de las piñatas de salón comunal es la inclusión de los padres en las actividades infantiles. Estoy mamado de que me hagan quitarme los zapatos para hacer una pirámide, de que me pongan a jugar a la lleva con papás que no conozco y de que me pinten la cara como un tigre.

¡No lo tomen a mal! Soy un papá moderno, juego con los niños, veo los programas de moda y conozco lo último en juguetes. Pero seamos sinceros: La próxima vez que me pongan a cantar “El fantasma Gasparín” voy a ahorcar a un recreador.

Thursday, July 29, 2010

Mi mamá disfrazó a mi hermana de pato

Envidio a los niños de hoy. ¿Han visto los comerciales de juguetes que salen en televisión? Los carros de control remoto van a 40 km/h, los juegos de video son espectaculares y las pistas de carreras tienen arañas y dinosaurios asesinos.

Hace 20 años una pistola de agua era un pedazo de plástico verde o naranja que expulsaba tímidos chorritos a unos 30 centímetros. Era una vergüenza. Hoy en día, una pistola de agua es un dispositivo bélico de alta presión y precisión, que puede dejar inválido a un gato adulto si se le dispara a menos de un metro. ¡Eso sí es un juguete, carajo!

Para nadie es un secreto que esta es la mejor época para ser niño. Los juguetes son geniales, pero en mi opinión la mayor ventaja radica en los disfraces.

La mayoría de los disfraces de mi tiempo eran fabricados por nuestras mamás. Si no me creen revisen el álbum familiar. En las páginas del mío aparece mi hermana menor, embutida entre una tela amarilla, con una máscara que parece más de psicópata que de ovíparo. Sí señores, mi mamá disfrazó a mi hermana de pato.

El mercado tenía una oferta más bien limitada: Todos alguna vez fuimos Supermán o Batman, pero no lucimos trajes de calidad, sino pijamas abombadas y escotadas con escudos mareados y desteñidos.

Los niños de ahora tienen un ajuar de disfraces con los músculos marcados, antifaces que no se desbaratan y botas de mentiras para cubrir los zapatos. Nosotros nos veíamos ridículos con el disfraz de Batman y los mocasines del colegio.

Pero, independientemente de la época, el problema de los niños radica en que hablan un idioma diferente al de sus padres. Si un niño pide un disfraz de soldado, ¡tenga! Le dan un trajecito de “El soldadito de plomo”, y no de Call of Duty. ¿La niña pidió un disfraz de princesa? ¡Tenga! La mamá llega a la casa con un sastre igualito al de la infanta Cristina, y no con el vestido de la Barbie Mariposa.

- ¡Mi hijo me pidió para el día de las brujas un disfraz complicadísimo!-, me comentó Ester, una señora de unos cuarenta años, mientras sacaba un café de la máquina. Eran las nueve de la mañana y media nómina se reunía a tomar café. - Quiere disfrazarse de Guepardo.
- Pues buena suerte encontrándolo -, le contesté. - Muchos amigos míos han buscado ese disfraz por años y al final siempre terminan haciéndolo ellos mismos.
- ¡Es que no se consigue! Yo lo busqué como en cinco almacenes y ya me cansé. Ayer se lo mandé hacer a una señora del barrio.

¡Qué lujo! Un disfraz de ese calibre debe dejar boquiabiertos a los otros niños del colegio, que fijo llegarán con las mismas opciones trilladas: Jack Sparrow, el Power Ranger rojo y Mr. Increíble.

- Eso sí, me aseguré de que los materiales fueran buenos, para que mi muchacho quede bien bonito con su disfraz -, agregó mi compañera de oficina, codeando a la señora de tesorería.
- ¡Claro! Además, no es cualquier disfraz. Me imagino que las garras son todo un reto -, dije.
- Las garras no son tan graves -, agregó. - Lo realmente complicado es la cola.

¿Qué? ¿La cola? Rápidamente hice un barrido de mis imágenes mentales de los X-Men.

- Ester, guepardo no tiene cola.
- ¿Cómo que no? ¡Claro que tiene cola!

Otros amigos de la oficina me miraron de reojo. Uno tuvo que abandonar la escena para no romperse de la risa. Pensé en retirarme en silencio, pero por la imagen de ese niño ante sus compañeros decidí quedarme. Además, la explicación que se venía nos arreglaría el día a todos.

- Ester. ¿Cómo es el disfraz de guepardo?
- ¡Pues cómo va a ser, pendejo! Una trusa con orejas y cola, y todo lleno de manchas.
- ¿Como un gatico?
- ¡Eso! Como un gatico.

Casi nos morimos de la risa. Al practicante de sistemas se le salió el café por la nariz.

Friday, July 23, 2010

Gustavo se seca los testículos en público

Procuro ser pudoroso. Expliqué en una entrada previa, titulada Teoría de la transformación física por flucutaciones ambientales, que soy inmaculadamente blanco y que mi condición dérmica ralla en el complejo. No estoy orgulloso de mi físico, pero tampoco me trasnocha el tema.

Eso sí, al momento de ir a tierra caliente o relacionarme con mis pares intento cubrir mis vergüenzas lo mejor posible. A menos de que se trate de una playa nudista o de una sesión de viringuismo programada, mi fisionomía trajina más bien acobijada.

No todos somos así. Algunos tienen una relación más abierta con su cuerpo y gozan con el exhibicionismo. Es más, para ellos el cuerpo es algo natural. Tan natural como andar empelota.

El personaje de esta historia es real. Pongámosle Gustavo, para proteger su misteriosa y desequilibrada identidad.

Hace unos años, durante un viaje en el que fuimos compañeros de cuarto, Gustavo se despertó, se bañó y se vistió. Pero no se puso los calzoncillos en la intimidad y tranquilidad de espíritu que sólo el baño otorga. No señor. Salió en toalla, alistó la ropa sobre la cama y tiró su manto blanco al suelo, exponiendo su fisionomía desde el pelo hasta las uñas de los pies.

- Chino, ¿me hace un favor? -, me dijo viringo, mientras les daba vueltas a las medias, buscándoles el derecho.

¡Maldita sea! Yo me remití a desviar la mirada y la mente de la escena. ¿Por qué no se pondrá primero los calzoncillos?

- ¿Qué quiere? -, respondí, buscando refugio en las cobijas.
- ¿Por favor llama al pelado nuevo para que vaya alistando todo antes de salir? ¿Cómo es que se llama?
- Julio.
- ¡Eso! Julio. ¿Me hace el favor de llamarlo?

Era un favor imposible de hacer. Si atravesaba la habitación era probable que mi humanidad empiyamada rozara su desnudez. ¡Impensable!

- Llámelo usted. No me joda -, di la espalda, me enrosqué en las cobijas y recé a Elmoda, dios de las medidas y de la ropa.

Gustavo llamó con un grito al muchacho, que se hospedaba en la habitación contigua. El mozalbete llegó en un segundo y se encontró frente a frente con un personaje desprovisto de vestiduras. O mejor, en medias.

- Mijo, hágame un favor.

Como si se tratara de cualquier acción sin importancia, Gustavo recogió la toalla del suelo y empezó a frotarse la entrepierna, a escasos centímetros del jovenzuelo.

- Vaya alistando todo. Por ahí en media hora nos vamos.
- Sí, señor -, contestó el otro, haciendo un esfuerzo sobrehumano por sostener la mirada y no sucumbir ante el movimiento de péndulo que adelantaba Gustavo en sus testículos.

Pasaron dos minutos y la situación no cambió: Gustavo daba una serie de instrucciones acompañadas de movimientos pélvicos, y Julio demostraba tener una fuerza de espíritu ejemplar.

La desagradable escena reventó mi paciencia y tuve que salir de mi refugio para sentar un precedente.

- ¡Por Dios! ¡Deje de hablarle como si tuviera ropa puesta!

Julio dio media vuelta y se retiró a su cuarto. Estoy casi seguro de que llegó a llorar bajo la ducha, sentado, abrazándose las rodillas y con el chorro de agua en la espalda.

- ¡Usted es un intolerante! -, me recriminó Gustavo.
- No es que sea un intolerante. ¡Es que usted está empoloto!, y parece que es el único que no lo nota. Además, ¿quién se pone primero las medias?

Thursday, July 15, 2010

"Mi amor, tenemos que hablar"

Varios lectores me han pedido que aborde este tema. Siento mucho no haberlo hecho antes, pero no es sencillo escribir de estos ámbitos sin vulnerar la política de no agresión de ¿MRpuP?

Finalmente, acá está la respuesta a su solicitud. Hice lo mejor que pude, así que mala suerte si alguna se siente ofendida.

Sexo, sexo, sexo. ¿No se les ocurre nada más? Es el tema del que más me piden que escriba. La posición más rara, la situación más hilarante, la experiencia más desastrosa. Todas las solicitudes en este sentido han estado cargadas de morbo, risas maquiavélicas y pensamientos enfermizos, pero sólo una fue hecha con real preocupación.

Un amigo cercano (pongámosle Fabio) me contó su caso, casi con lágrimas en los ojos. Puso punto final a una relación promisoria porque la integridad de su sentido del olfato se veía comprometida al momento de intimar.

- ¡Usted no se imagina, no me podía concentrar! -, me explicó, tomándome por los codos y zarandeándome.
- ¿Pero como para terminarle a esa pobre niña? ¡Se veían contentísimos!
- Cierto, estábamos muy contentos, pero es que desde la primera vez fue imposible. No podía dejar de pensar en los pescadores de cangrejos de Discovery Channel, en La Sirenita o en una barra de Sushi.

El problema de Fabio (o el de su exnovia) es uno de esos temas que se pueden tratar con los amigos, pero nunca con la directamente implicada.

- ¿Usted qué le diría? ¿Cómo le toca el tema? – me preguntó Fabio.
- Dadas las circunstancias, creo que lo mejor sería no tocarle nada.
- ¡No, hombre! Me refiero a cómo le haría caer en cuenta de su…
- ¿Estado? ¿Condición?

Debe ser una de las preguntas más difíciles del género masculino, en el tema que nos compete: ¿Cómo dirigirse a la doliente? (Ojo, doliente con la d).

Creo que ningún hombre sabe hilar esa conversación sin herir susceptibilidades, o sin recibir una cacheta con un alarido. “¡Es una condición glandular, imbécil!”.

Además, siempre se corre el riesgo de que le contesten a uno con una carcajada: “¡Jajajaja! No seas chistoso, tú no estás hecho precisamente de rosas. Y si de matar pasiones se trata, esa barriga no es nada inspiradora”.

Sé que me demoré mucho en escribir una entrada relacionada con sexo, y de antemano pido excusas. No sé cómo iniciar esa difícil conversación (perdón, Fabio), pero sí se me ocurre un modo de sugerirla tangencialmente.

- Mira mi amor, este blog es chistosísimo – dígale a la fémina, siéntela frente al computador y muéstrele esta entrada de ¿Me Regala para un Pan?

Ahora, espere la reacción de su novia.

Espérela… espérela… ahí viene… ¡Esa!

¿Sí la vio?
Así se haga la boba, sabe que el tema es con ella.

Wednesday, July 14, 2010

Cinco

Hace unos ocho años, cuando apenas comenzaba mi vida laboral, tuve el infortunio de trabajar en una editorial de garaje, esas cuyo gerente no ha pisado una universidad. Fueron cuatro meses de tortura en los que me inventaba cualquier cantidad de juegos para matar el tiempo, mientras desocupaban el único computador asignado al equipo editorial.

La oficina quedaba en la Avenida Caracas, una de las calles más emblemáticas de la capital colombiana, más o menos por la calle 63. La zona se caracteriza por la gran cantidad de vendedores ambulantes, casas de cambio, restaurantes improvisados y clubes clandestinos.

Estos últimos constituyen los centros de comercio más publicitados de la Caracas. Por donde uno camina le entregan tarjeticas de presentación con textos como: Cinco servicios por 20 mil. Cincuenta mujeres casi vírgenes. Sólo menores de 20. Domicilios 24 horas. Déjese atender.

¡Qué tal! Cinco servicios por 20 mil (unos 10 dólares).

Las tarjetas se las entregan a todos los hombres que transitan el sector, y si uno pasa por la entrada de uno de los burdeles corre el riesgo de ser perseguido por un mozalbete vomitando un discurso repetitivo, reiterativo, incisivo… “Chicas, chicas, chicas, siga sin compromiso”.

Un momentico. ¿Cinco servicios por 20 mil?

Yo opté por otorgarles valor a las piezas publicitarias. Las guardaba en un tarjetero, como si fueran “monas” coleccionables, desechaba las repetidas y organizaba las láminas alfabéticamente. Un par de amigos me ayudaron en el proceso. Se podría decir que llenamos el álbum.

¿Cómo? ¿Cinco servicios por 20 mil? No puedo ser el único que se haya quedado pensando en el tema. ¿Cinco? ¿Por 20 mil?

Hagamos el ejercicio. Cuenten con los dedos los posibles servicios, en orden de importancia, siendo el uno el más básico. Creo que pagar 20 mil pesos por los tres primeros es una ganga, pero incluir el cuarto ya suena sospechoso. Nadie incluye el cuarto si no hay amor en la relación. No sé, me suena a engaño, a que el cuarto debe ser una muestra gratis del servicio completo.

¡Y el quinto! ¿Qué decir del quinto? No hay quinto malo. Incluirlo como oferta ya es osado, y cobrarlo en un paquete tipo combo, otorgándole la quinta parte de un precio irrisorio, es degradarlo. ¿Será que sí incluyen el quinto como servicio completo?

Igual, me quedé con la duda. Todas las tarjetas cumplieron funciones asociadas a la filatelia. Espero que algún día su valor crezca y venda mi álbum por muchos millones. El tiempo lo dirá.

¿Será que todos estamos pensando en el mismo quinto?

Sunday, July 04, 2010

Botox para el pelo

A la niña que toma fotos... ¡merci!
 

Un par de amigos lo han usado, o se le han hecho. Cuando los veo lisos, como la cola de un percherón, y con la cara de satisfacción que ponen las mujeres cuando salen de “hacerse” las uñas, tengo que preguntarles por su nuevo look.

- ¿Ustedes qué carajos se hicieron en el pelo?
- Botox, papá. Bo-tox.

Y sonríen, como si fuera un logro.

Al parecer el botox no sólo se lo inyectan las mujeres en la frente y en las mejillas. También se lo pueden “aplicar” los hombres en el pelo, lo que les brinda una apariencia fresca, un liso duradero y un cuerpo sin igual. Básicamente, se ven como el Ken de la Barbie.

- ¿Y por qué se echaron botox?
- Pues porque se ve muy bien.
- Ajá. Claro.

Leí que el tratamiento restaurador consiste en el sellamiento de la cutícula capilar y en la inyección de proteínas. “La queratina brasileña, o keratina (…) es algo así como un baño de vida e hidratación para el cabello, además de una solución inmediata para dejar la secadora y la plancha porque lo alisa y le devuelve el brillo”, reza un artículo titulado Botox para el cabello, de la revista PERFIL.

- Se ve de mentiras. Parece que tuvieran puesta una peluca.
- ¡Todo lo contrario! Se ve muy real. Nos devolvieron el brillo natural.

Al parecer eso es lo que hace el botox: Le devuelve el brillo natural al pelo. ¿De dónde sacarán el brillo natural del pelo? ¿Reciclan los residuos que barren de las peluquerías y los deshidratan? Sea lo que sea debe ser un proceso bien complicado, pero el producto no debería ser más costoso que un galón de champú.

- ¿Cuánto pagaron por esa porquería?
- $250.000, cada uno (unos 130 dólares)
- ¿Qué? ¿Se enloquecieron?
- Ayyyy, pero vale la pena.

Recuerdo haber leído “contiene embriones de pato y placenta” en el envase de un producto para el cuidado capilar, pero 250 mil pesos es una cifra exagerada, por más exóticos que sean los ingredientes.

¿Será que el botox es una mezcla con una alta concentración de embriones de pato? ¿O de placenta? ¿Cuántos partos se requerirán para producir una onza de ese componente?

- Mejor baten dos huevos y se los ponen en la cabeza por un par de horas.
- No es lo mismo, ignorante. Además, no puede negarnos que se ve bien.
- ¡Qué va! Se ven ridículos.

Creo que algunos de mis amigos están incursionando en temas que les competen a las mujeres. No demoran en afeitarse las axilas, el pecho, la espalda, las gue... Bueno, los testículos son un tema aparte.

Friday, June 25, 2010

Pequeñuelo en el interior

A Rosario… G.O.

Todas las acciones y costumbres que se describen a continuación son producto de la observación. Si usted se siente identificado, ofendido o ultrajado es porque, palabras más palabras menos, es una gala. En dado caso, su personalidad debería ser lo suficientemente sólida como para no dejarse amedrentar por MRpuP.

Conducir un automóvil saca lo peor de las personas. Nos volvemos violentos, impacientes, groseros. El más caballeroso le grita al señor del bus, y la señorita más culta le echa la madre al taxista. Por eso, a algún padre se le ocurrió poner una señal de advertencia que indica que en su vehículo viaja un infante, para que los demás conductores sean condescendientes con su transitar.

Bebé a bordo. Emula una señal de tránsito con letras negras sobre fondo amarillo, es decir una señal preventiva… Aunque, pensándolo bien, debería ser sobre fondo azul, porque es informativa. ¡En fin!

Todos hemos visto las señales. Algunos las hemos usado. Incluso Homero Simpson les compuso una canción.

Algunos padres van más allá de la simple indicación de la existencia de un niño en sus primeros años, e informan a la comunidad el nombre designado a su retoño: Esteban a bordo, Sofía a bordo, Juliana a bordo.

¡Muchas gracias, señora! La simple señal de "bebé a bordo" era insuficiente. Ahora que sé cómo se llama su hijo podré dormir tranquilo y no me asaltará la duda.

Las señales se volvieron parte del paisaje de las carreteras del mundo y se bifurcaron en una línea de producto para las señoras en etapa de gestación: Mamá a bordo, con el símbolo de una mujer embarazada.

¿Y los solteros? ¿Y los que no han tenido el privilegio de ser papás? ¿Y los que llenan el carro de pendejadas sin motivo aparente?

¡Para ellos también hay! El colombiano vio en las señales que se pegan en el vidrio trasero y/o lateral del carro una oportunidad de negocio, que materializó con una serie de indicaciones que, a la hora de la verdad, lo único que indican es la clase de persona que puede ir conduciendo ese automóvil:

Papito a bordo.
Rumbero a bordo.
Delicia a bordo.
Princesa a bordo.

Esas señales deberían ser sobre fondo rojo, es decir reglamentarias. Así, en caso de que se nos suba la gasolina a la cabeza y nos saquen de casillas, podríamos saber si es prudente echarle la madre al vecino.

- ¡Qué tal este desgraciado! ¿Viste como me cerró?
- Yo sé, pero no le digas nada. Tiene una señal de "Papito a bordo".

Friday, June 18, 2010

Papi, papi, papi, papi, papi, papi… ¿me compras eso?

Samuel, mi hijo de cinco años, me pide que le compre todos los juguetes que ve en los comerciales de televisión. Al parecer él tiene claro lo que quiere: Lo quiere todo. Pero, por supuesto, no se le puede dar todo.

En época de regalos (navidad, cumpleaños) el asunto se vuelve incisivo.

- Papi, ¿me compras eso de cumpleaños?
- Tenemos que mirar.
- Papi, ¿me compras eso de cumpleaños?
- Si te portas bien.
- Papi, ¿me compras eso de cumpleaños?
- Si te va bien en el colegio.

Normalmente lo empujo a la toma de decisiones.

- ¿Al fin qué? ¿No querías de cumpleaños el muñeco de El Hombre Araña? -. Esos cuestionamientos lo invitan a la reflexión y le dan un par de segundos para identificar sus prioridades.
- Mejor el muñeco de El Hombre Araña, y me compras la máscara de Iron Man cuando cumpla ocho.

O nueve, o seis, o lo que sea. Dice números al azar, matriculando sus deseos en el listado de opciones onomásticas. A veces, cuando caminamos por los centros comerciales me sale con cosas como “¿me compras esos Transformers… cuando cumpla 37?”.

Su mejor apunte en este sentido lo hizo hace más o menos un año. Estábamos acostados, viendo televisión. Él estaba inmerso en su rutina (¿Papi me compras esto?) cuando salió el comercial de un producto de limpieza en el que un superhéroe animado le ayudaba a una señora a trapear la cocina, lavar los baños o a quitar la mugre de una ventana.

- ¿Papi, me compras Míster Músculo?
- ¿Qué? ¿Míster Músculo? ¿Sabes qué es eso?-, le pregunté, tratando de no reírme.
- Es algo para limpiar-, contestó sonriendo.
- Tú me pides cosas por pedirlas. ¡A veces ni siquiera te das cuenta de lo que me pides! ¿Tú para qué quieres Míster Músculo?
- Pues - contestó con la seguridad de quien sabe lo que quiere -, para quitar las manchas difíciles.

Casi me muero de la risa. Por supuesto, cuando fuimos a hacer mercado, compramos Míster Músculo.

Wednesday, June 16, 2010

Daniel tenía ganas de hacer popó en la casa de su novia

Eso es todo por hoy. Muchas gracias.

¡Qué tal el título! Podría terminar esta entrada acá. No contar nada más. Con solo esa frase (Daniel tenía ganas de hacer popó en la casa de su novia) se puede resumir el peor día de la vida de una persona y el mayor miedo de los hombres en los primeros meses de una relación promisoria.

Las mujeres llevan siglos haciéndonos creer que no hacen popó y que las ventosidades intestinales están asociadas al cromosoma ‘Y’. Ellas no sufren nuestros miedos porque entienden y conocen su organismo, se comunican con él eficientemente, funcionan como relojes y casi nunca tienen que recurrir a baños públicos. ¡Es más, el proceso les cuesta! Siempre son ellas las que se comen la cucharada de laxante en los comerciales.

Nosotros funcionamos de otra forma. No tenemos horario. El enemigo nos toma desprevenidos, con los calzones arriba, y por eso no nos gustan las visitas largas.

Ojo, lectores. La siguiente historia sí pasó. Esto no me lo inventé. Llegó a mis oídos por un amigo del doliente.

Daniel tenía ganas de hacer popó en la casa de su novia y, ante la imposibilidad de escabullirse a hurtadillas, decidió responder al llamado de la naturaleza.

- Amor, te robo el baño.
- Fresco, dale.

Bajó al primer piso y, presuroso, se ubicó en la más tradicional de las posiciones. Una vez cometido el pecado se dispuso a bajar el agua, pero sus ojos fueron testigos del que Jerry Seinfeld describió como “el momento más aterrador en la vida de cualquier ser humano”.

El agua no bajaba. El agua subía. Y subía más allá del amague. ¡Se desbordaba!

Daniel, valientemente, se armó de dos rollos de papel higiénico y una toalla de manos y batalló con ferocidad su infortunio, pero los sólidos requerían medidas extremas. En un ataque de creatividad, Daniel envolvió sus manos en papel, tomó sus restos cuidadosamente y los depositó en el lavamanos.

- Daniel, ¿qué estás haciendo? Ese baño está dañado, ve al de arriba.

¡No! Alguien golpeaba a la puerta. La presencia de la suegra era más inoportuna que nunca. Era preferible que lo hubiera descubierto en un acto sexual violento con su hija.

- Raquel, dame dos segundos-, contestó con la voz quebrada.
- Daniel, qué suena. Por favor abre la puerta.

La chapa, con el seguro dañado, se movió.

- No, espera, ya salgo.
- Daniel, abre la puerta.

La puerta se entreabrió.

- No, espera, por favor-, gritaba Daniel con las manos envueltas en papel, tratando de sostener la puerta con un pie.

Pero, como era de esperarse, la puerta se abrió de par en par.

- Daniel, por Dios santísimo, qué significa esto -. La suegra lo había encontrado con las manos empapeladas, el baño empantanado y la toalla de manos en el piso. El lavamanos era indescriptible. Daniel se incorporó y dijo lo primero que se le vino a la cabeza.
- Raquel, qué cosa más rara. Yo bajé el agua y comenzó a salir popó del lavamanos.

Después de un breve silencio la sentencia era obvia.

- Daniel, por favor vete de mi casa.

Tuesday, June 15, 2010

Teoría de aprovechamiento global del turista con inflamación testicular

Esto le pasó a un primo mío que no conoce Colombia. Digamos que se llama Alejandro.

En alguna oportunidad le conté a mi primo sobre la viveza de los taxistas que habitan la hermosa costa atlántica colombiana, y la forma en que se aprovechan de los bogotanos inocentes (un tema que escribí en una entrada titulada Al pan, pan y al peso, peso).

Recordábamos con Alejandro al comediante Andrés López y una presentación en la que hablaba de cómo los costeños les embutían a los bogotanos un balde de ostras con el pretexto de que eran muestras gratis, para al final cobrarles sumas ridículas. Le expliqué que situaciones como esa le podían pasar a cualquier bogotano común.

- Pero yo sí recibí un servicio gratuito como turista, en un viaje a Egipto-, me dijo con total seriedad.

Yo lo miré incrédulo. No, pues tan vivo. Él sí pudo en Egipto y yo no pude en Cartagena. ¿Será que los bogotanos somos lentos frente al turista promedio? ¿Nos robarán más que a los europeos en Mompox?

- Estaba en las pirámides y un nativo me ofreció un paseo en camello. Un paseo gratis, en un camello espectacular, grandísimo, imponente -, me comenzó a contar.

¡Por Dios! No era un servicio cualquiera. Seguramente un paseo en camello en las pirámides de Egipto es equivalente a una vuelta en cualquier atracción, en el mejor parque de diversiones del mundo.

- Y yo le pregunté “¿seguro que es gratis?” y me contestó que sí. Y le volví a preguntar “¿no me vas a cobrar nada?” y me dijo que no. Y le dije “yo no tengo plata” y me dijo que no importaba.

¡Qué maestro! Alejandro se curó en salud por todos los frentes. No había forma de que le cobraran por el paseo. Efectivamente, se montó al camello y dio una vuelta de veinte minutos, totalmente gratis.

- ¿Sí le gustó el paseo?-, le dijo el nativo una vez terminada la vuelta.
- Claro. Y lo mejor es que fue gratis-, contestó Alejandro, verificando el cumplimiento de la promesa inicial.
- Totalmente. La vuelta es gratis.
- Pues, muchas gracias-, dijo, tratando de bajarse del camello espectacular, altísimo, imponente.

Al parecer, el camello era más alto de lo que Alejandro se imaginaba, y resultaba imposible bajarse sin colaboración egipcia.

- Señor, ¿me ayuda?
- Con gusto. El paseo es gratis, pero la bajada te vale 25 dólares.