Thursday, October 29, 2009



Supeeeeeerperiodistaaaaas

Dedicado a los periodistas que alguna vez han sido amenazados.

Soy periodista. Estudié Comunicación Social y Periodismo en la Universidad, trabajo en medios de comunicación, investigo, redacto, edito y publico. Eso resume a grandes rasgos mi actividad profesional.

Es un trabajo común, pero muchas veces las personas que cursaron otras carreras se imaginan algo totalmente diferente.

Me pasó en un matrimonio. En una mesa llena de desconocidos, algún individuo intentó amenizar la comida y propuso la presentación resumida de los presentes.

- Yo soy contador público y trabajo con una entidad del distrito, ¿y ustedes?
- Yo soy administrador de empresas y trabajo como auditor interno en una planta de producción.
- Yo, residente de cirugía laparoscópica en la Clínica de la Mujer.
- Yo soy periodista.

Todos abrieron los ojos, y alguno soltó un “¿en serio? ¡Wow!”, como si hubiera dicho “doble de películas de acción” o “pescador del Báltico”.

¿Por qué pasa esto?

Principalmente, porque el cine y la televisión han vendido una imagen errada de la profesión. La gente cree que los periodistas vivimos arropados con un abrigo café, cargamos una libreta y una grabadora en el bolsillo, amamos fumar bajo la lluvia y tenemos el estudio de la casa lleno de primeras páginas enmarcadas.

La gente cree que tenemos presupuestos descomunales, que almorzamos todos los días con un ministro o un senador, que viajamos cuando y a donde se nos da la gana para confirmar una fuente, y que a muchos columnistas les pagan una millonada para que investiguen por semanas una historia que se verá reflejada en cuatro párrafos.

La gente también cree que todos los periodistas cubren orden público, y por eso más de uno nos imagina corriendo por la selva, con micrófono en mano y cámara al hombro, en una escena ambientada por explosiones de napalm.

La verdad es otra y la profesión no siempre es tan emocionante o riesgosa. También nos ponemos corbata, trabajamos semanas frente a un computador, tenemos reuniones periódicas y almorzamos con cinco mil pesos. De los presupuestos mejor no hablemos.

Aunque la visión generalizada se aleja mucho de la realidad, los periodistas muchas veces aprovechan (aprovechamos) ese desconocimiento colectivo en beneficio propio. Ante un mal servicio en un bar, un restaurante o una oficina estatal, más de uno ha gritado “¡Usted no sabe con quién está hablando! ¡Yo soy periodista!”

Qué pena.

Wednesday, October 21, 2009




Ludo-flora (Vegetalus Divertitis)

“De todo árbol del huerto podrás comer; pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comas, ciertamente morirás” (Mi mamá 2:17)

Hace poco más de una década, en un parque de barrio se podía organizar un partido de fútbol en el que los arcos, las líneas divisorias y hasta el punto medio de la cancha eran demarcados por árboles, arbustos y protuberancias en el pasto.

En ese entonces, la flora constituía tanto el parque como los juegos. Todos tratamos de llegar a la copa de algún pino y algunos nos atrevimos a consentir los polluelos de los nidos que creíamos abandonados, condenándolos a la inanición.

Pero lo más llamativo eran las flores y los frutos de los arbustos, porque en las manos de un niño adquirían una connotación lúdica y se transformaban en juguetes de momento.

Mi juguete favorito eran las flores amarillas que antes de hacer eclosión semejaban cápsulas llenas de aire. Al ser arrojadas con fuerza al piso producían pequeñas explosiones, y si se sacudía el árbol y se pisaban rápidamente las cápsulas se conseguía un efecto de ráfaga que alertaba a los vecinos. “¡No me dañen los arbolitos!”

También se podían encontrar algunas flores (¿o frutos?) que reaccionaban ante la presión convirtiéndose en pequeños gusanos verdes. Constituían el sueño de todo niño y la pesadilla de toda niña.

Incluso algunas flores eran manipuladas con fines gaminescos. Innumerables pétalos fueron condenados escurrir saliva en intentos fallidos por aprender a chiflar.

Conocimos el olor de la naturaleza gracias a pequeñas arvejas aplastadas que al ser pisadas despedían un olor ideal para dar por culminado un día de colegio y cerrar la jornada con matrícula condicional.

También arrancamos los pétalos de unas flores cónicas para lamer el fondo de un recipiente lleno de néctar, polen y hasta gusanos. En nuestros experimentos por saborear la flora del parque descubrimos las cerezas silvestres, que se bajaban a balonazos y producían espectaculares dolores de estómago (no vuelvo a-cereza).

Lo único que se nos quedó por las ramas fueron los frutos prohibidos. Esas pepitas amarillas y rojas, coloridas y llenas de semillas blancas, que nuestras mamás tildaron de venenosas. ¡Ese era el árbol del conocimiento y el discernimiento en nuestra infancia!

Me quedé con la duda. Nunca supe de alguien que hubiera probado esos frutos, pero tampoco de alguien que hubiera muerto por hacerlo.

Wednesday, October 14, 2009


Mejor ser buñuela bonita

Cuenta la leyenda que una persona que aprende a manejar en Bogotá es capaz de hacerlo en cualquier ciudad del mundo, principalmente por tres razones.

Primero, porque el estado de las vías es lamentable. Los huecos, las alcantarillas destapadas, la falta de señalización y los carriles que desaparecen por arte de magia son pan de cada día. Incluso, algunos tramos duran años en obra (calle 116, entre la 19 y la 15) con grandes máquinas abandonadas, como Transformers en estado vegetativo, y telas azules o verdes que limitan con peligrosos abismos y demarcan pistas de obstáculos conocidas como senderos peatonales.

Segundo, por la guerra eterna entre el transporte público y el privado. Eso sí, todos odian la imprudencia de los taxistas, a menos que uno sea el pasajero.

Y tercero, por la falta de solidaridad. Nadie cede el paso, nadie pide permiso, nadie respeta las cebras, los semáforos, las señales, los PARE…

Pero al final del día hay unos personajes que llevan la delantera. Las únicas que tienen una ventaja por encima de los demás son las mujeres bonitas, porque a ellas sí se les cede el paso.

Increíble, pero cierto. Puedo esperar horas a que me den paso en un cruce, sólo para ver cómo una hermosa buñuela se atraviesa, al tiempo que todos le sonríen por los espejos y le demarcan el camino a su casa.

¿Por qué? ¿Únicamente porque es más bonita que yo? ¿Qué puede obtener un conductor al darle prelación a una mujer bonita? ¿Va a parquear, bajarse y agradecerle? ¿Le va a dar el teléfono?

Me encanta la ingenuidad masculina. Los hombres sueñan con la anécdota idílica y se pegan del “uno nunca sabe”.

- ¡Hacen una pareja divina! ¿Cómo se conocieron?
- Fue mágico. Yo le cedí el paso en la 100 con 15.

Señoritas, no se dejen convencer. La próxima vez que un gordo las deje pasar, puede querer algo más. ¡Cuidado! No se detengan a darle las gracias y por nada del mundo le den el teléfono.

Wednesday, October 07, 2009


Adivine por dónde se lo tiene que meter

Escribo hoy, 7 de octubre, desde la comodidad de mi casa, gracias a una otitis aguda que me obliga a guardar reposo por tres días. Hace dos noches fui a la sala de urgencias de la clínica Shaio, donde un joven doctor me recetó unas pastillas de amoxicilina y otras de acetaminofén. Después dijo a una enfermera que me aplicara una inyección para (quitarme) el dolor.

Ahí comenzó el viacrucis. Le tengo pánico a las agujas y me cuesta creer que la medicina actual no se haya ingeniado una mejor forma de administrar medicamentos, vacunas y otras sustancias.

Por ejemplo, la penicilina. Es maravillosa, milagrosa, mágica. Sus efectos son únicos. Es el papá de los antibióticos. Pero tiene la consistencia de un kumis vencido. No es justo con los pacientes que la máxima solución a sus dolencias sea una inyección de mazamorra. Alexander Fleming la descubrió en 1928 (la penicilina, no la mazamorra) ¿y 91 años después no hemos dado con la penicilina oral? ¿O al menos con una más “rendida”?

La inyección es ofensiva, pero no le gana al supositorio. Es increíble que exista semejante opción. “Señor Rodríguez, cuando parecía que todo estaba perdido hemos identificado plenamente su problema y podemos contrarrestarlo. Tome este dispositivo… adivine por dónde se lo tiene que meter”. ¡Impensable!

¿Quién inventó el supositorio? ¿Bajo qué circunstancias? No me puedo imaginar largos estudios clínicos y juntas médicas con ancianos barbados tomándose la cabeza a dos manos, pensando en una solución revolucionaria, hasta que un brillante joven sale con algo como: “¿Y si se lo metemos al paciente por el c…?”

El tema es hilarante, pero nadie quiere estar en esa situación. Nadie cuenta que le recetaron supositorios. Todo el mundo dice “me mandaron antibiótico”, pero nadie pregunta “¿y por dónde te toca?”.

Seguramente las vías de administración de los medicamentos dependen de muchos factores (rápida acción, absorción, composición, etc.). Los médicos tendrán sus razones. Yo tengo las mías para pedir pepas.



Friday, October 02, 2009



¿Y la wafflera?

Los niños no tienen pudor, vergüenza o tacto. Dicen las cosas como las piensan, señalan los defectos sin tapujos y preguntan todo, en el lugar menos indicado, en el instante menos adecuado y a la persona menos tolerante.

Por eso la inocencia infantil pocas veces es encantadora. Porque los padres de los inocentes pagan con creces la vergüenza que se les endosa como tutores.

Esa inocencia infantil, esos comentarios llenos de picardía, esas palabritas cargadas de humor sano, sólo se pueden disfrutar en dos circunstancias:
La primera, cuando uno no es el padre del crío que comete la falta.
La segunda, cuando uno sí es el padre, pero el comentario se hace sin público.

Por ejemplo, mi inocencia infantil favorita la protagonizó mi hijo de cuatro años. Recientemente, entablé con él una entretenida conversación en la que le preguntaba para qué sirven los electrodomésticos:

- ¿Para qué sirve el horno?
- Para calentar la comida.
- ¿Y la tostadora?
- Para tostar el pan.
- ¿Y la sanduchera?
- Para hacer sándwiches.
- ¿Y la cafetera?
- Para hacer café.
- ¿Y la wafflera?
- Para hacer… ¿guayabas?

Estábamos solos en el carro, y tuve que parar unos segundos para reírme a mis anchas.