Monday, July 27, 2015

Rojas

Conversación con Andrés.

- ¿Se acuerda de Rojas?
- ¿Cuál Rojas?
- El profesor de la universidad.
- Claro que me acuerdo. Viejo desgraciado.
- Se murió.
- ¡¿Se murió?!
- Sí, se murió.

Rojas había sido la pesadilla de los dos en la facultad. Andrés había perdido dos materias con él. Yo, una. Al final de la carrera nos lo asignaron a los dos como asesor de tesis y nos devolvió el documento final al menos cinco veces.

- ¿En serio? No le creo. ¿Estaba enfermo?
- No. Me dicen que fue un infarto.
- ¿Y sufrió?
- No. Fulminante.
- Bueno. Al menos eso.
- Sí, pero igual no estaba tan viejo.
- Qué pena.

Su demora en el tratamiento de la tesis nos valió un semestre de más. El grado se postergó y tuvimos que cancelar innumerables planes, personales y profesionales.

- ¡Cómo sufrimos con ese señor!
- Sí.
- ¿Se acuerda cuando le gritó en frente de todo el mundo?
- ¡Claro que me acuerdo! Viejo cafre.

Era reconocido como un bastión de la imparcialidad periodística. Sus clases eran legendarias por su contenido analítico, largas y densas lecturas y exámenes con preguntas imposibles de descifrar. No era extraño encontrar en sus clases estudiantes en su cuarto o quinto intento por aprobar.

- Yo me acuerdo mucho de cuando nos hacía ir a su oficina y esperarlo toda la tarde.
- Sí. Y al final se asomaba y decía “esa tesis no sirve. Vuelvan a hacerla”.
- O cuando no nos dejaba entrar a clase porque llegábamos 30 segundos tarde.
- Mucho desgraciado. Es que me acuerdo y me da mal genio.

La frustración era generalizada. Aunque algunos lograron aprobar sin inconvenientes, la mayoría lo recuerda como un hombre metódico, malgeniado e indoblegable. Dictaba clases relacionadas con ética, valores, responsabilidad periodística e imparcialidad.

- Pero bueno, no deberíamos hablar mal de él. No hay muerto malo.
- Aunqueeeee… fieles a su enseñanza no deberíamos dejarnos llevar por las circunstancias.
- ¿Cómo así?
- Bueno, siendo imparciales, como él hubiera querido que fuéramos, deberíamos juzgarlo por sus acciones y no por el hecho de haber muerto.
- Es cierto. Decir que fue un buen tipo sería decir que fue un mal profesor en su campo predilecto: El reportaje veraz.
- Y no podemos permitir que se manche el nombre del mayor bastión de la facultad.
- No hay mejor forma de agradecerle al profe Rojas sus enseñanzas que gritando a viva voz lo cabrón que fue.

Reímos recordando las clases que perdimos y la tesis que casi no nos recibió la última vez.

- Pero qué pesar que se murió
- Ah, sí. Eso sí. Qué embarrada.
- Pero era un cabrón, el viejo.
- Sí. Viejo cafre.

Tuesday, December 09, 2014

La culpa



Conversación real con mi esposa, mientras preparábamos el almuerzo.


- ¿Qué pasó con la bufanda que te regalé?

- ¿Cuál bufanda?

- La negra.

- Se me quedó en la casa del gordo, pero mi hermano Carlos me dijo que se la había llevado después de que nos fuimos.

- ¿Pues adivina qué?

- ¿Qué?

- Estuve en la casa de Carlos.

- Oh.

- Busqué la bufanda por toda la casa y no está en ningún lado. La bufanda se perdió.

- Es culpa de Carlos.

- ¡Claro que no! Es culpa tuya, porque la perdiste.

- Yo la perdí en la casa del gordo, pero Carlos la recuperó.

- Sí, pero se volvió a perder.

- Por culpa de Carlos.

- ¡No! La bufanda era tuya. Tú la perdiste.

- Sí, pero después apareció. Si se volvió a perder yo no tengo la culpa.

- Si no la hubieras perdido la primera vez, no se habría perdido la segunda. Carlos sólo retrasó la perdida.

- ¿Qué? Eso no tiene sentido.

- ¡Claro que sí!

- ¡No! Las perdidas no se adelantan o se atrasan. Las cosas están perdidas o no están perdidas.

- Y tú perdiste la bufanda.

- ¡Pero después apareció!

- Sigue siendo tu culpa que se haya perdido.



Mientras almorzábamos:



- ¿Te puedo hacer una pregunta?

- Sí... pero sigo de mal genio contigo, porque perdiste la bufanda.

- Si tuviéramos un perro y un día yo dejara la puerta de la casa abierta, y el perro se saliera y se perdiera, sería mi culpa. ¿Cierto?

- Sí.

- Pero si después el perro aparece y un mes después Carlos deja la puerta abierta y el perro se sale, ¿sigue siendo culpa mía?

- Eso no tiene NADA que ver

- ¡Claro que sí! El perro se perdió por culpa de Carlos. La bufanda también.

- No te vuelvo a regalar ni mierda.

- Bueno. No me importa

- Esa bufanda se te veía espectacular con la chaqueta negra.



Lavando la loza:



- ¿Qué pasó con la chaqueta negra que te regalé?

- ¿Cuál chaqueta negra?

Tuesday, November 18, 2014

Sopa de nevera

Lo más difícil de vivir solo es administrar la nevera.

El ciclo comienza con una iniciativa. Un día, uno decide que deber comer mejor, porque esa no es forma de vivir, y uno a los treinta y tres ya no está en edad de solucionar todo con sándwiches de jamón y queso.

Hay que bajarle a la comida de la calle y aprender a hacer mercado. No leche, huevos y pan, sino mercado: Lechuga, tomate, granos, verduras y frutas.

Un domingo se ve uno en el supermercado manoseando duraznos sin tener la más mínima idea de cómo diferenciar los buenos de los malos. Y uno habla solo. No mentalmente, sino en voz baja, en un modo casi reflexivo.

 - Esas peras están muy amarillas. Mejor me devuelvo por los duraznos. No. Mejor no. Los duraznos se me apichan en dos días. O mejor uvas. No, uvas no. Esas bolsas son muy grandes. Mandarinas. Una malla de mandarinas y sanseacabó-.

Si uno llama a la mamá queda como un imbécil, hablando en diminutivos y en un ambiente frutal.

 - Mami, ¿cómo es un durazno maduro?-.
 - Pues blandito-.
 - ¿Y un durazno podrido?-.
 - Más blandito-.
 - ¿Entonces? ¿Qué tan blandito es maduro y qué tan blandito es podrido?-.
 - Pues blandito blandito ya es podrido. Más bien lleva poquitos-.
 - ¿Y si se pasan?-.
 - Pues haces jugo-.

Imposible. Nunca un hombre que vive sólo ha abierto la nevera y ha dicho: “Uy, esa guanábana está apenas para un jugo en leche” ¡Jamás!

A los ojos masculinos las frutas se dejan ver en tres estados: 1) Verdes; 2) En el punto exacto para comer YA MISMO, o 3) Podridas, con cultivo microbiótico, hongo blancuzco y pelusa aguamarina.

La carrera contra la nevera es en realidad una contrarreloj. Uno come lo que se esté pudriendo; luego hace mercado y compra menos cosas de lo mismo que le queda en la casa; organiza nevera, poniendo lo nuevo atrás y lo viejo adelante, y así vive uno, comiendo viejo y paseando comida por la nevera.

Mi primera derrota en la carrera contra la nevera se materializó en una ensalada. Me dejé alcanzar por el mercado y tocó resetear. Con esmero piqué el tomate arrugado, la cebolla seca, la lechuga negra, la zanahoria vieja y el apio baboso. Salpimenté (verbo magistral), chorrito de balsámico, otro de aceite de oliva, trocitos de pollo a la plancha y nueces molidas. Fue, fácilmente, la ensalada más asquerosa que he probado en mi vida.

Porque ante la derrota no se hace ensalada de nevera. Se hace sopa de nevera. Se echa todo picado en una olla, sal, agua, media libra de pasta, un padrenuestro y estuvo la comida… y el desayuno, el almuerzo y la otra comida.

Y vuelve uno al mercado, convencido de que ya entendió el ritmo y ya sabe cuánto dura un tomate, pero termina dos horas después con todo porcionado en bolsas ZipLoc en el congelador, bolsas que se escarchan con las semanas y se convierten en ingredientes sorpresa que uno trata de descifrar, al tacto o a contraluz.

 - ¿Qué es esta porquería? ¿Mollejas? ¿Pescado? ¿Patas de pollo? ¿Cocinadas o Crudas? ¡Dios mío, no más!

Vuelve uno a hacer sopa de nevera, y termina comiendo en la cama y en calzoncillos un menjurje inmundo, un pegote de arroz, pasta, garbanzos, pollo y pescado, en la más infame materialización del fracaso hecho hombre. Lava uno la loza a regañadientes, promete nunca intentarlo de nuevo y vuelve al régimen de la pizza y los sándwiches.

Hasta que un día se ve uno en el espejo la barriga, la arruga que hace la panza sobre la pelvis y la ilusión óptica ‘flacidez estomacal versus elongación del pene’. El efecto es contundente y uno decide que deber comer mejor, porque esa no es forma de vivir, y uno a los treinta y cuatro ya no está en edad de solucionar todo con sándwiches de jamón y queso.

Sunday, October 19, 2014

Los columnistas buenos y los columnistas malos

Este blog fue creado en agosto de 2006, como un ejercicio sin miramientos, después de un almuerzo con ínfulas literarias. Y se quedó ahí, en la terapia sin rigor. He visto con alegría cómo algunos más versados en la palabra crecen, ganas seguidores, se mueven en las redes sociales y se hacen a un espacio en la prensa. Los llaman de los periódicos y se vuelven columnistas en el papel. A mí no. A mí me falta mucha cancha.

He visto lectores esperar por sus columnas, y esa tiene que ser una felicidad muy grande para quien escribe con asiduidad. He visto a esos columnistas relevar a las plumas más tradicionales, que entregaron por décadas sus columnas a máquina y nunca firmarán sus letras con sus cuentas de twitter, porque se niegan a abrirlas.

Por eso, porque conozco su rigor, me duele encontrar publicaciones de renombre que les abren espacios a personas que no escriben bien. La página editorial de un diario solía ser un espacio de eruditos, las voces más sagaces y lúcidas, la verdadera opinión pública. Ahora no. Ahora al análisis del exministro y académico de renombre le hace la segunda una anécdota sobre el concierto de One Direction del domingo.

¿En serio, señorita? ¿Usted tiene una columna? ¡Pero si yo la conozco! ¡Sé cómo escribe! Conozco algunas de sus capacidades y muchas de sus carencias. ¿Ah sí? No me diga. ¿Le ofrecieron un espacio? Ah, claro. Es por su capacidad de influencia. Su nombre llama al clic.

Y el clic lleva a cinco párrafos con una historia mal contada, una salida con las amigas a rumbear, la cagada del exnovio o un conflicto en el trabajo. Claro que son las columnas que más se comparten en las redes sociales, porque todo el mundo quiere saber cómo bajar cinco libras ¡YA!, y no cuál es la relevancia del fracking en el subsuelo colombiano.

Claro, ganan los buenos. Es maravilloso encontrárselos en el mar de memes que son las redes sociales: En Miami, he visto a un amigo argentino compartir en facebook columnas de El Colombiano de Alberto Salcedo Ramos; un venezolano me preguntó si conocía a un señor Ricardo Silva Romero, “muy bueno él”, y un paisa de visita me preguntó si acá leen la columna de Rosa Montero, de El País.

Es una delicia ver el rigor de una columna de Daniel Coronell, aunque uno no esté de acuerdo en una palabra con él. Y no es que espere religiosamente a Constaín, Molano o Caballero, pero si me tropiezo con sus letras, porque algún sensato tuvo la deferencia de compartirlas en facebook o twitter, dejo lo que esté haciendo y las leo.

Y sí, son más los buenos, pero me preocupa que queden tan cerca de los malos. Me preocupa que los diagramen juntos. No porque algún despistado ose compararlos, o porque algo de la basura de los malos se les embarre en los zapatos a los buenos, sino porque hay cosas que no se deben acompañar, porque son de mal gusto. “Mesero, tráigame su mejor corte de carne. Eso sí, con una Fanta durazno. Y ojalá al clima”.

Tuesday, August 05, 2014

El martes a las siete

Advertencia: Si no ha visto Sexto Sentido, El Club de la Pelea o Terminator 4, deje de leer este post. Me le voy a tirar la película.

Con mis amigos de barrio íbamos una vez a la semana a cine. Veíamos exclusivamente películas de acción y no había plan familiar, abuela enferma o novia calenturrienta que nos robara una noche de martes. Religiosamente, a las 7:00 p.m. estábamos haciendo fila en el centro comercial.

Si alguien faltaba a la cita, era torturado durante toda la semana siguiente. Le decíamos que se había perdido la mejor película de su vida y que era un imbécil, por faltón, y porque Bruce Willis siempre estuvo muerto.

- ¿Qué?-.
- Así como lo oye. Y Brad Pitt y Edward Norton son la misma pers…
- ¡Cállese, maldita sea!-.

No sólo se matoneaba a quien se ausentaba, sin importar qué tan válida fuera su excusa, sino que se le obligaba a participar durante toda la semana en las conversaciones de los demás, quienes nos ensañábamos con él y nos relamíamos con su infortunio, mientras le contábamos los puntos más importantes y el final de la película.

Por eso, todos procurábamos no faltar.

 - Muchachos-, les dije un fin de semana. -El martes tengo que presentar un proyecto importante. No los podré acompañar a ver Terminator 4-.

Todos guardaron silencio. Llevábamos semanas esperando ese estreno, y conocía bien las reglas del juego.

 - ¿Está seguro de que quiere faltar?-.
 - Lo siento, señores, pero no tengo otra opción. Pero quiero pedirles un favor-.
 - Ajá. Qué sería-.
 - Por nuestros años de amistad. Por nuestra historia. Los suplico que no me cuenten el final. Hemos esperado mucho y voy a ir el fin de semana a verla-.

El martes siguiente, tan pronto salieron de la sala de cine, me dejaron un mensaje de voz en el celular con el final de la película.

No lo escuché, pero mi silencio al respecto le dio paso al festival de la mala leche.

La secretaria de la oficina me recibió varios días con un recado:
De: Andrés
Para: Juan Camilo
Observación: El robot de Terminator tiene corazón.

Mi mamá fue una de sus primeras opciones.
 - ¿Aló?-.
 - Hola mi amor-.
 - Hola mami-.
 - Ya sé que a esta hora estás ocupado, pero te llamó Julián. Dijo que era urgente. Me pidió que te dijera que el robot de Term…

Le tiré el teléfono y no le hablé por varios días.

Recibí un mensaje de texto de un número desconocido: “Información importante de su cuenta de ahorros. Citibank le informa que el robot de Terminator tiene corazón”.

Mensaje de voz de una mujer desconocida: “Juan Camilo, no sé si te acuerdes de mí. Nos conocimos en el cumpleaños de Hernando. Quería decirte que el robot de Terminator tiene corazón”.

Uno de tantos mensajes surtió efecto y alcancé a leer lo que no debía. Si mal no recuerdo, fue una hoja que pegaron al parabrisas de mi carro.

Desde entonces, comenzó una tradición perversa. Ya no vamos a cine juntos. Simplemente, nos contamos los finales de las películas en nuestro grupo de Whatapp y nos odiamos en silencio, disimulando que no nos importa.

Mauricio: Vamos a ver la película de Marvel???
                             Yo: El niño muere al final 
Mauricio: NOOOOOOOO!!!!!
                                              Yo: Jejejeje

Es totalmente reprochable, pero la crueldad fue el mejor de los entrenamientos para mis conversaciones actuales, en las que mis experiencias cinematográficas no son arruinadas por la maldad de mis amigos, sino por la inocencia de mis hijos.

 - ¿Papi, ya viste la película de la niña que se muere al final?-.
 - Pues… iba a verla, hijo. Pero creo que ya no-.

Monday, July 07, 2014

Carta a Michael Bay

Transformers 4 es la peor película que he visto en mi vida.

No esperaba una película buena. Sabía que sería el resultado de su fórmula tradicional, señor Michael Bay: Chistes flojos, actuación mediocre, personajes planos y explosiones. ¡Muchas explosiones! Cualquier cosa que toque el suelo es susceptible de explotar.

Aun así, compré la boleta. Perro caliente y gaseosa en mano me senté, optimista. “Hay que darle chance”, le dije a mi acompañante. “No puede ser peor que Transformers 3”.

Pero después del título comenzó a tomar forma una tortura que minuto a minuto hundió a los asistentes en una montaña de estiércol hecha cine.

Con la presentación de los personajes, usted, Michael Bay, puso su mano en mi cabeza y me hundió en la mierda, como me ocurrió en Catwoman, con Halle Berry. Tras la primera batalla, mi humanidad quedó totalmente cubierta por la inmundicia, como en Battlefield Earth, con John Travolta.

Con la aparición del malo se llenaron de estiércol mi nariz, orejas y cavidades oculares, como en El día que la Tierra se Detuvo, con Keanu Reeves. Y la explicación de la identidad del villano fue la cereza del pastel. O mejor, la arveja de la montaña. Como un maratón de The Happening, Señales y After Earth, de M. Night Shyamalan, en versiones extendidas y con comentarios del director.

Aun puedo sentir su bota, Michael Bay, empujando mi cabeza hacia la base de la montaña, hundiéndome hacia la ración más apestosa de su arte. Pasarán semanas antes de que pueda recuperarme del todo. Todavía me quedan remanentes entre los dientes, las uñas y el pelo.

Tales fueron el desagrado y la peste, que redundaron en una revelación. Cuando la película llegaba a su flojísimo clímax, y tras la saturación de mis bronquios y el taponamiento de mis arterias, tuve una epifanía: Este es el final. No importa lo que pase, ni cuánto me lo pidan mis hijos o mis amigos, jamás de los jamases volveré a pagar un centavo para ver una película suya, Michael Bay.

Porque ver una película suya, Michael Bay, es falta de amor propio y símbolo inequívoco de ausencia de criterio. Invitar a la novia a ver una película suya, Michael Bay, es causal de separación.

Es más, un DVD de una película suya debería ser el símbolo universal de las malas noticias: “Estoy embarazada. Toma este DVD de Armageddon”. “Papá, mis notas del semestre están en la caja del DVD de Pearl Harbor”. “Andrés, tenemos que hablar. Pero primero, mira este DVD de Pain & Gain”.

Salí de la sala de cine convencido de que no volvería a alimentar a la bestia, porque la misma existencia de esta porquería es culpa del pueblo. Usted, Michael Bay, nos ahoga en nuestra propia mierda. En la medida en que sigamos yendo a ver sus películas, usted las seguirá haciendo.

A pesar del desagrado y antes de despedirme, debo agradecerle, Michael Bay. Transformers 4 colmó la capacidad de cine basura en mi cerebro, causó un corto circuito y me obligó a una purga total. Desde que vi su película estoy motivado a ser una mejor persona.

Desde hoy, leeré más historia, biografías y clásicos. No más Crepúsculo ni 50 sombras de Grey, porque son Michael Bay en texto.

No más Burguer King a las 2:00 a.m, ni desayunos de Taco Bell. Eso es alimentarse con Michael Bay, y uno es lo que come.

Saldré a correr y a montar en bicicleta, y no creeré en esos batidos naturales Michel Bay para adelgazar o en esas máquinas Michael Bay para sacar abdominales.

Buscaré sus equivalencias en mi rutina, señor Michael Bay, y las anularé. Con el tiempo, completaré un decálogo, lo estamparé en piedra y recibiré la bendición del cielo. Lo compartiré con el mundo y evangelizaré los pueblos. Creceremos en seguidores y seremos una fe educada. Nuestro culto resonará en las taquillas y algún día seremos mayoría.

No será pronto, pero tal vez cuando llegue Transformers 5 (ya en preproducción) no recaudará 200 millones de dólares en su primer fin de semana internacional, como ocurrió con Transformers 4. Y entonces, recitando nuestro decálogo, de rodillas y en perfecta comunión, sabremos que hicimos del mundo un lugar mejor.

Adiós, Michael Bay.

Tuesday, May 14, 2013

El carroñero rehabilitado


Hace casi tres años dejé de fumar. Recientemente, he desarrollado por el cigarrillo una aversión comparable solo con el asco que me produce la leche materna regurgitada.

Fumé por más de quince años cerca de diez cigarrillos diarios. En el ejército fumé más. Bebiendo fumé el doble. Nunca fumé menos.

Las matemáticas son estúpidas, pero podemos hacerlas. Fumé más o menos 55 mil cigarrillos, o 2.750 cajetillas, por un valor estimado de once millones de pesos colombianos (unos 6.300 dólares), a razón de 4 mil pesos la cajetilla, en promedio. Y digo que las matemáticas son estúpidas, porque tras los números vienen los comentarios insulsos.

“Si no hubieras fumado tendrías suficiente dinero para comprarte un carro, o irte de vacaciones a Europa por un mes, o pagar un año de renta, o hacer una especialización”.

No es cierto. Nadie ahorra 6 mil dólares y dice “este es el dinero que nunca me fumé”. Entonces, he dejado de gastar miles de dólares en heroína y cocaína. Los tendría en un banco, pero me los gasté en cigarrillos.

Dejé de fumar porque sí. No me pregunten cómo lo hice, porque no les tengo el dato. Y tras la victoria sobre el vicio vino un odio creciente, que como no puedo volcar insulsamente sobre el cigarrillo físico, lo vierto alegremente sobre quienes lo consumen.

Odio a los fumadores. Incluso a mis amigos y familiares. Odio que salgan a mitad de la reunión a departir en medio del humo, a disfrutar del más insatisfactorio de los vicios. Odio que vuelvan a la reunión entre carcajadas, contando chistes que nos perdimos los no fumadores, e ignorando las historias que relatamos sin esperarlos. Porque, al final, el cigarrillo divide.

Ni siquiera el fumador culto, conocedor de los cigarros más exquisitos, me inspira respeto. Su discurso erudito se pierde en el vaho que le emana de la faringe y en la crapulencia de sus dientes amarillos e incompletos.

Los fumadores saben que el cigarrillo los mata, y no hacen nada al respecto. Eso todos lo sabemos. No hay comercial de televisión o fotografía de enfisema pulmonar que convenza a un fumador de dejar el cigarrillo. Eso también lo saben los fumadores.

Sentarse a convencer a una persona de que deje de fumar es darle la oportunidad de citar políticos, escritores, el glamour, las tradiciones. ¿Qué son unos millones de víctimas al lado de la posibilidad de fumar? ¿Qué es la muerte ante la opción de botar humo por la boca?

He estado en dos intervenciones, y en las dos he preferido apartarme del debate. No doy mi posición, ni siquiera como exfumador. Me limito a sentarme cerca de ellos, a tomarlos de las manos y mirarlos a los ojos. A decirles, sonriente y susurrante, junto a la máscara de oxígeno, “me das un asco increíble”, antes de salir a buscar un taxi que me aleje de la tristeza colectiva que convoca el enfermo.

Al final no quiero que dejen de fumar. Cuando odias algo no le deseas lo mejor, sino lo peor. Sonrío cada vez que encienden un cigarrillo. Me froto las manos y bajo la cabeza, sin dejar de sostener la mirada. Oigo mi demonio interno riendo: “Eso es. Uno más. Ya nos acercamos al detonante. Inhala. Exhala”.

- María, la boca te huele a mierda-, le dije a alguna exnovia después de que apagó un cigarrillo.
- ¡Cómo eres de exagerado! Tú también fumabas y entonces no te quejabas-, exhaló.
Y me parece increíble que alguien hubiera tenido la osadía de darme un beso-.

La boca de María no sabía a cenicero o a humo. Sabía a mierda.