Wednesday, March 27, 2013

Sobre el matrimonio gay


El debate de la igualdad de derechos se tomó la agenda mundial. En los últimos años, en todos los países, la pregunta ha escalado hasta las máximas instancias jurídicas: ¿Pueden casarse los gays?

Todos caemos en el debate. En las fiestas, en las reuniones familiares, en un café con los compañeros de trabajo, aprovechamos cualquier oportunidad para dar un discurso preparado, una opinión cimentada en la repetición de la repetidera.

Salen los de siempre, a defender la moral de la familia. Y la contraparte, a abogar por la igualdad de derechos. Pero al final no podemos hacer más que eso: opinar. No está en nuestras manos, y a la mayoría nos afecta de forma tangencial. Muchos tenemos amigos o familiares gays, pero más allá de ese deseo de que puedan o no puedan hacer lo que hacemos los heterosexuales, no hay más. Nos encantaría que fuera distinto, y sentar un precedente cambiando la foto de Facebook, pero la realidad es otra. La teoría del granito de arena se queda en un puñado de polvo.

¿Qué tanto se influye a las altas cortes twiteando “Yo apoyo el matrimonio gay”? No mucho. Además, no hay sorpresas en ese apoyo irrestricto. Son los mismos con las mismas. El católico acérrimo, citando la Biblia. La hippie demócrata a favor del aborto, gritando “Legalize love”. La gente que cambia su foto de perfil por la imagen rosada o el arco iris de turno es la misma que siempre se ha mostrado a favor de esa causa.

¿Pero cuántos adeptos han ganado? ¿A ver los conversos? Esos no se hacen notar. Deberían contarse únicamente las personas que antes estaban a favor del matrimonio gay y cambiaron de opinión, y viceversa.

Otro aspecto que le falta al debate es oposición desde la otra orilla. ¿Dónde están los gays en contra del matrimonio gay? ¡Tiene que haberlos! Personas sapientes, que después de mucho leer y analizar los índices de divorcio y la alta frecuencia con la que uno se topa con matrimonios de mierda, digan “Muchachas, ¿saben qué? Nos estamos tratando de subir al Titanic. Mejor quedémonos así, solteritas”.

Pero la mayoría muere por comprar acciones en la empresa con 50% de probabilidad de fracaso; por dejar de salir con sus amigos, porque otro hombre los espera en casa, haciendo mala cara; por cambiar la emoción del noviazgo por la malévola e inevitable rutina de los casados.

¿Saben por qué tienen tanto afán de casarse? Porque no tienen amigos gays que les hablen de lo difícil que es el matrimonio. No tienen punto de referencia. No tienen índices de divorcio gay.

¿Y saben a qué se debe, en buena medida, la alegría que tanto esbozan en sus desfiles y fiestas? A que nunca se han casado. ¿Creen que tendrán el mismo permiso de irse a desfiles de orgullo gay, una vez contraigan nupcias? No, señores. Irán a reuniones de matrimonios gay. Y reunión de matrimonios que se respete es aburridísima

“Díganle unión civil, no matrimonio”, dicen los tibios, en un intento cobarde por defender un vocablo, y nada más que eso.

Tal vez, y sólo tal vez, deberían hacerles caso. ¿Cuál es el afán de llamarse matrimonio? En Colombia, un matrimonio es la unión navideña de una botella de vino espumoso y una caja de galletas. En Puerto Rico, un plato de arroz blanco y habichuelas. En España, una tapa de aceitunas con boquerones. ¿Por eso está peleando? ¿Por el calificativo?

Vamos, muchachos. Son mejores que eso. Ustedes están para cosas más grandes.

No pidan, que corren con tan mala suerte de ser escuchados. ¿Quieren matrimonio gay? ¡Bien puedan! Pero después no se quejen. Deberían darle gracias a Dios que no se pueden casar.

Sunday, March 10, 2013

El perro y el hijo


A Juan y Pili, los papás de María Antonia.

Tener un perro no es como tener un hijo. No importa cuánto se ame al perro. Es cierto que es parte de la familia, pero usted, señora, no es “la mamá del niño”. Ni sus hermanas son “las tías del niño”.

Si usted, señora, quiere vivir esa fantasía, bien pueda hágalo. Si quiere gastarse cantidades exorbitantes de dinero en salones de belleza, comida enlatada, seguros, servicios de salud y campamentos de entrenamiento, todo en aras de darle a su mascota el tratamiento propio de un humano, ese es su problema.

Si quiere llenar las redes sociales con fotos del “niño” a los tres meses, a los seis meses, al año, en la primera desparacitada, en la primera vez en la peluquería, hágalo. Y mejor si lo vuelve todo un álbum privado, para que sea usted sola la que se regocije con la cotidianidad de su mascota.

Si quiere publicar semanalmente un video en facebook con los mejores momentos de “la princesa” en el parque, hágalo. Algunos lo encontrarán encantador. Otros lo ignoraremos, como ignoramos la foto de su mascota durmiendo, corriendo, ladrando, rascándose las pulgas.

En cuanto a la forma como lleve su relación de dependencia con un animal, señora mía, no tengo reproche. Lo que de verdad me encrespa los nervios es que compare el amor que usted siente por su perro con el amor que los padres sentimos por los hijos, un atrevimiento que suele tenerse en los momentos menos apropiados.

Sostuve la siguiente conversación hace un año, aproximadamente, en una fiesta con amigos de la universidad.

- Samuel se partió un brazo cuando tenía tres años, en una fiesta. Se cayó de un pasamanos. Fue uno de los momentos más angustiantes de mi vida-, dije, tomando el vaso de whiskey a dos manos, evocando el accidente de mi hijo.

- ¡Terrible! Yo todavía recuerdo cuando me llamaron a la oficina desde el colegio, porque mi hijo menor había tenido un accidente jugando fútbol. Casi me muero-, contó una amiga, poniéndose la mano en el pecho para apaciguar el corazón, que amenazaba con subirle por la tráquea.

- Gracias a Dios Juliana nunca se ha accidentado. Me enloquecería si le llegara a pasar algo-, agregó otro.

- Bueno, yo no tengo hijos…

Mal inicio, señora.

- Como les decía, yo no tengo hijos. Pero Félix, mi perro, lleva en la casa como siete años. Es como un hijo para mí. Hace dos meses, se comió una caja de chocolates y nos tocó llevarlo a que le hicieran un lavado estomacal. Tuvo diarrea casi una semana. No se imaginan el susto.

Todos volteamos a mirarla, y deseamos mentalmente que Félix se hubiera orinado en los chocolates, y que fuera ella la que necesitara un lavado estomacal.

Señora, no es lo mismo. Y la conversación de padres angustiados no es el mejor momento para ventilar su amor por Félix.

No me malinterprete. El perro merece más amor que nadie en el mundo. Por su constancia, lealtad, gratitud e incondicionalidad. Todos deberíamos aspirar a ser como los perros, a amar y, sobre todo, a perdonar como ellos. Estoy seguro de que su perro la ama a usted más de lo que mis hijos me aman a mí. Pero esa es otra discusión.

El mismo instinto que hace que el perro sea como es, hace que los padres seamos como somos con los hijos. No se trata sólo de amor duradero o romántico, sino de un llamado natural. Hay una necesidad visceral de protegerlos, un instinto enfermizo de defenderlos y una preocupación infinita porque no les falte nada.

Usted, señora, no entiende esa capacidad de amar que el perro le pregona. A los padres nos pasó lo mismo. Todos creímos alguna vez conocer el amor verdadero. Después tuvimos hijos, y descubrimos lo equivocados que estábamos.

Tal vez soy yo el que no entiende su caso. Tal vez la vida le dio mucho amor para dar, pero no le dio hijos.

Por eso, la invito a unirse a nuestra angustia. A volcar ese amor y ese presupuesto de salón de belleza y seguro de vida en un legado distinto. Adopte a un niño. ¡Hay muchos sin mamá! Tómele fotos, súbalas a facebook (prometemos no ignorarlas), sufra con su dolor y conozca el amor de verdad.

Y adopte un perro, para que el niño aprenda que alguien lo puede amar y perdonar como sólo su mamá puede hacerlo.