A Juan y Pili, los papás de María Antonia.
Tener un
perro no es como tener un hijo. No importa cuánto se ame al perro. Es cierto que es
parte de la familia, pero usted, señora, no es “la mamá del niño”. Ni sus
hermanas son “las tías del niño”.
Si usted,
señora, quiere vivir esa fantasía, bien pueda hágalo. Si quiere gastarse cantidades
exorbitantes de dinero en salones de belleza, comida enlatada, seguros,
servicios de salud y campamentos de entrenamiento, todo en aras de darle a su
mascota el tratamiento propio de un humano, ese es su problema.
Si quiere llenar
las redes sociales con fotos del “niño” a los tres meses, a los seis meses, al
año, en la primera desparacitada, en la primera vez en la peluquería, hágalo. Y
mejor si lo vuelve todo un álbum privado, para que sea usted sola la que se
regocije con la cotidianidad de su mascota.
Si quiere publicar semanalmente un video en facebook con los mejores momentos de “la
princesa” en el parque, hágalo. Algunos lo encontrarán encantador. Otros lo
ignoraremos, como ignoramos la foto de su mascota durmiendo, corriendo, ladrando,
rascándose las pulgas.
En cuanto a
la forma como lleve su relación de dependencia con un animal, señora mía, no
tengo reproche. Lo que de verdad me encrespa los nervios es que compare el amor
que usted siente por su perro con el amor que los padres sentimos por los
hijos, un atrevimiento que suele tenerse en los momentos menos apropiados.
Sostuve la
siguiente conversación hace un año, aproximadamente, en una fiesta con amigos
de la universidad.
- Samuel se
partió un brazo cuando tenía tres años, en una fiesta. Se cayó de un pasamanos.
Fue uno de los momentos más angustiantes de mi vida-, dije, tomando el vaso de
whiskey a dos manos, evocando el accidente de mi hijo.
- ¡Terrible!
Yo todavía recuerdo cuando me llamaron a la oficina desde el colegio, porque mi
hijo menor había tenido un accidente jugando fútbol. Casi me muero-, contó una
amiga, poniéndose la mano en el pecho para apaciguar el corazón, que amenazaba
con subirle por la tráquea.
- Gracias a
Dios Juliana nunca se ha accidentado. Me enloquecería si le llegara a pasar
algo-, agregó otro.
- Bueno, yo
no tengo hijos…
Mal inicio,
señora.
- Como les
decía, yo no tengo hijos. Pero Félix, mi perro, lleva en la casa como siete
años. Es como un hijo para mí. Hace dos meses, se comió una caja de chocolates
y nos tocó llevarlo a que le hicieran un lavado estomacal. Tuvo diarrea casi
una semana. No se imaginan el susto.
Todos
volteamos a mirarla, y deseamos mentalmente que Félix se hubiera orinado en los
chocolates, y que fuera ella la que necesitara un lavado estomacal.
Señora, no
es lo mismo. Y la conversación de padres angustiados no es el mejor momento para ventilar
su amor por Félix.
No me
malinterprete. El perro merece más amor que nadie en el mundo. Por su
constancia, lealtad, gratitud e incondicionalidad. Todos deberíamos aspirar a
ser como los perros, a amar y, sobre todo, a perdonar como ellos. Estoy seguro
de que su perro la ama a usted más de lo que mis hijos me aman a mí. Pero esa
es otra discusión.
El mismo
instinto que hace que el perro sea como es, hace que los padres seamos como somos
con los hijos. No se trata sólo de amor duradero o romántico, sino de un
llamado natural. Hay una necesidad visceral de protegerlos, un instinto enfermizo
de defenderlos y una preocupación infinita porque no les falte nada.
Usted,
señora, no entiende esa capacidad de amar que el perro le pregona. A los padres
nos pasó lo mismo. Todos creímos alguna vez conocer el amor verdadero. Después
tuvimos hijos, y descubrimos lo equivocados que estábamos.
Tal vez soy
yo el que no entiende su caso. Tal vez la vida le dio mucho amor para dar, pero
no le dio hijos.
Por eso, la
invito a unirse a nuestra angustia. A volcar ese amor y ese presupuesto de salón
de belleza y seguro de vida en un legado distinto. Adopte a un niño. ¡Hay
muchos sin mamá! Tómele fotos, súbalas a facebook (prometemos no ignorarlas), sufra
con su dolor y conozca el amor de verdad.
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