Tuesday, March 09, 2010

¡Se lo come o se lo unto!

Mi mamá me enseñó que la comida no se desperdicia. Me inculcó este precepto con el amor y la paciencia que sólo una madre puede transmitir: “Te tragas todo el coliflor o te lo embuto”. Yo lo consumía, resignado, ante la falta de opciones. ¿Esconderlo? Imposible. ¿Endosarlo? ¡Qué va! Ni el perro se comía la coliflor en leche. (Tarde supe que la coliflor es niña).

No desperdiciar la comida fue una de las lecciones que se me quedaron para toda la vida. Por eso me aterran la Tomatina de Buñol, las guerras de pasteles y los concursos de engullir perros calientes. El único desperdicio de alimentos que tolero es la lucha femenina en piscina de gelatina. Es más, lo disfruto. ¡Es más!, debería ser un deporte olímpico.

Mi educación en este sentido resulta un poco estresante, cuando en las telenovelas y en algunas películas las escenas de comida constituyen ambientes irrelevantes que enmarcan el desarrollo de la trama. Es decir, en una escena de comida nadie come.

Por ejemplo. Entra el señor a la habitación con una bandeja, luciendo un desayuno recién preparado. Se la pone a su novia en las piernas (la bandeja), mientras ella, con el pelo perfecto y un semblante delicioso, se despereza y se dispone a comer. Pero no come. Tal vez toma un sorbito de jugo o prueba una tostada. Pero nada más. Hablan de alguna cosa que tienen que hacer urgente, se paran y se van.

¿Y el desayuno? ¿Soy el único al que le da angustia dejar ese desayuno servido? Para efectos prácticos el equipo de producción arrasará con la bandeja, pero son esos pequeños detalles los que me sacan de la trama y me devuelven a la realidad.

El día que le lleve a mi novia el desayuno a la cama y se pare corriendo a hacer algo, la freno en el aire de un grito: “¡En la vida te vuelvo a cocinar!”.

Ese desperdicio también se presenta en las mejores películas. Visualicen la siguiente escena:

El detective entra al bar con el saco en la mano, se sienta en la barra y pide un Martini. Luego mira con desprecio al asesino, en la mesa de la esquina, y lo identifica plenamente. Le da un pequeño sorbo a su trago y hace una llamada. Se para y abandona el bar.

“¡Ay! Apareció el asesino”, piensan todos en la sala de cine.

Yo, en cambio, me quedo en lo intrascendente… “¿Y el Martini? Viejo, el Martini. Tómate el Martini, por Dios Santísimo.”

¡Me da una angustia terrible cada vez que veo eso!

3 comments:

Unknown said...

jajajajajajajajajajajaja y sobre todo con lo que cuesta un Martini!
a Luciano tampoco le gusta el coliflor y a mi de vez en cuando se me sale el instinto maternal aquel jajaja, pero solo en teoria, no soy capaz de embutirle nada jajajaja, pero a veces le saco el argumento de los niños del Africa jajajaja lo malo es que solo tiene 2 años y no sabe ni que es Africa jajajajajajajjajajaja

Suzie V said...

Seguro que si hubieras sabido a tiempo que la coliflor es niña te la hubieras comido jajaja...

Anonymous said...

Al lado de ejemplos como el de las tomatinas, a mí me sabe embejucar la botadera de harina por cualquier cosa (generalmente folclórica), pues forma parte de la idiosincrasia junto con el posterior quejambre de que no hay pa'l desayuno. Huevones, si se acaban de lanzar a la cara lo que pudo haber sido una buena tanda de arepas...